YÉIBER ROMÁN (Caracas, Venezuela, 1996). Técnico Superior Universitario en Tecnología Electrónica de la Universidad Simón Bolívar (USB). Autor de Los futuros náufragos (Fundación La Poeteca, 2018). Mención honorífica y finalista en la V y VI edición, respectivamente, del Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas (2020 y 2021). Finalista y segundo lugar del Premio de Cuento Julio Garmendia para Jóvenes Autores de la Policlínica Metropolitana (2022 y 2023, respectivamente).
Los parásitos también tienen un restaurante
¿no viven los poetas en sus libros?
¿no son las bibliotecas sus moradas
(o sus tumbas)?
Guillermo Sucre
Nombre, apellido y foto colgaban del cuello
acompañados por la palabra «Biblioteca».
Mis manos alzaron torres de cajas descoloridas
donde encerré miles de versos ajenos;
historias de ídolos y desconocidos
—varias de ellas signadas
por galardones literarios—;
páginas de disertaciones sobre literatura.
De todo eso quedan nada más que migajas.
Nada de aquello era un almacén de biblioteca
ni mi labor era ordenar un cúmulo de obras.
Yo clasificaba comida para los parásitos;
era su sitio para darse un festín.
Las horas invertidas por autores noveles
son grandes cultivos para hongos.
El insomnio por encontrar la palabra adecuada
reducido a un montón de hojas carcomidas
en un sótano poco iluminado.
Tinta usada para plasmar un sueño,
gritos de auxilio en celdas con formas de mapas,
antidepresivos clichés en el mundo de los literatos
ahora son digeridos por insectos milimétricos.
Contribuí en toda esta injusticia.
Convertí mis manos de universitario
en las de un verdugo
para poder ganar unos cuantos billetes.
Hoy, en la sala de mi casa,
evocando lo ocurrido a inocentes escritores,
escribo este poema, aunque no sirva de nada.
Existen restaurantes para perros,
templos para ratas, cafeterías para gatos;
también restaurantes para los parásitos.
En su menú hay gourmet y chatarra
en platos de narrativa, ensayo, poesía,
preparados por moscas recién nacidas
y otras con firmas consolidadas.
Quizá eso es la literatura:
narradores, ensayistas, poetas
(sobre todo poetas)
proclamados hace tiempo como ángeles o dioses
condenados a morir en una cárcel de cartón;
convertidos en tierra fértil para el moho;
desmenuzados por parásitos
en un restaurante exclusivo
ubicado debajo de la biblioteca;
algo tan atroz como enterarse
de un nuevo espacio clausurado
donde no hace mucho se hallaban en estantes
las jóvenes promesas literarias,
esperando, así sea por error, un par de ojos lectores;
un nuevo espacio clausurado
donde un librero hacía una humilde recomendación
mientras pensaba en la llegada de su desempleo.
Eso es la literatura, supongo.
Bajo el sonido de las cafeteras
A la memoria
de Aquiles Báez
Después de los veinticuatro años
uno empieza a ver morir a los maestros.
A partir de ahí cada paso
está arropado por un temblor,
como recién haber soltado las muletas.
Los caminos pierden sus letreros de a poco,
sus avisos de «peligro» o «agua a cien metros».
A veces vemos otro senderista perdido.
Uno se queda con el testigo en las manos
mientras los oyentes pierden interés
al tercer o (con suerte) cuarto verso.
Aun así, con el carnet de aprendiz
sobre el pecho y con incertidumbre,
uno lee otro poema
bajo el sonido de las cafeteras.
Antónimo de frío
A Betina Barrios Ayala
…esta tierra pasmada
donde nos olvidó el destino.
Juan Rulfo
.
Bienvenido a este mapa agrio
donde el tiempo no sigue su cauce;
donde la fe dio paso a la superstición.
Ya no está una media luna
sino algunos frágiles luceros.
El mal: río que circunda
esta tierra, madre del infierno,
donde el demonio encarnó
en un nombre de apóstol:
Pedro.
Hay un murmullo de fantasmas,
sombras rodeadas de dolores.
De vez en cuando canta un pájaro,
pero esos sonidos aparecen aquí,
en la nada, y sólo la nada los escucha.
Comala:
tierra envuelta en sus últimas cuatro letras.
Si aquí hay algo preciado,
algún elemento con fulgor,
es un diálogo en las tumbas.
Bienvenido a este páramo
donde el frío es un antónimo.