22. Año 9: Diego Quintero Martins | Salet

DIEGO QUINTERO MARTINS (Taskent, Uzbekistán, 1990) es autor de Estación Baudelaire (Ediciones Espiral, 2015), Taskent soledad ultra (Ediciones Espiral, 2017, y Ediciones Liliputienses, 2019) y La parte más carnosa de una luciérnaga (Editorial Costa Rica, 2022).

 

 

 

 

SALET

 

Nadie quiere verse desnudo sin furia sin calcio, sentir lo perdido por el tiempo —envejecer y decirse su padre. Regreso al útero donde la música es sad y los colores púrpura y las razones de los colores una reacción hormonal. Regreso al útero donde reside lo explicativo y contemplo el resto de mis dientes.

 

 

Apuntes sobre Cementerio de esplendor (Apichatpong Weerasethakul, 2015) y otros fantasmas

 

Soñar despierto es fácil, así de repente un uno mira por la ventana de un autobús dejándose llevar por la imaginación. Luego el timbre de nuestro teléfono nos saca del trance. La transición de un estado a otro no exige ningún esfuerzo. Así son las películas de Apichatpong Weerasethakul, así es Cementerio de esplendor, en especial sus personajes.

En todo caso este largometraje no es sobre sus personajes, no en particular, trata más bien sobre sus imágenes, sobre su fotografía, sus tomas abiertas y pausadas, las cuales nunca caen en lo pretencioso ni lo efectista. La historia desprende de ellas y no al revés. ¿Pero entonces de qué trata el filme? No sé. Tampoco me parece una cuestión tan importante, pero si me viera forzado a describir el argumento de alguna manera, lo describiría como una historia de fantasmas.

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Tengo en mi haber muchos encuentros con fantasmas, fantasmas de personas conocidas: compañeros de secundaria, amigos, familiares y a veces —las menos— parejas. Fantasmas de gente afectada por el tiempo y el silencio, la palabra no dicha, aunque en mi experiencia, nunca, tan irónico como suene, por la muerte. Me los encontré y los ignoré porque un espectro por defecto es un ser translucido, silencioso, al final de cuentas, un ser ficticio.

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Weerasethakul tiene la habilidad de abstraernos de nuestros pensamientos casi como lo hace un mantra budista. Esto ocurre en Esplendor porque diluye lo presentado en un estado onírico en el cual nos dejamos llevar por la concatenación de momentos. Un estado onírico además muy sutil, sin mucho ruido, sin ningún dejo de espectáculo surrealista. Esto dada la utilización de esa vieja técnica de nunca señalar los elementos paranormales como lo hacía en su tiempo el realismo mágico. La idea es adentrarnos en emociones y no en significados. Por esa misma razón, una vez terminada la película, quedamos con la sensación de «aquí pasó algo» sin poder darle nombre o puntualizarlo.

Entonces sí, como ya dije, nos adentramos en las emociones y no en los significados: en lo lánguido, en lo taciturno, en lo nostálgico. Lo hacemos estupefactos pero sin chantajes. Nos adentramos porque el director tiene un ojo fino y delicado y palpitante, es decir, porque el director tiene —si me permiten la cursilería— corazón. La película me resulta una suerte de Abrazame muy fuerte sin el galillo lacrimoso de Juanga: tiene esas ganas de ser cálido sin prometernos nada porque entiende lo inevitable del sueño, del cambio y ese no perdona.

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En el noventa y cinco vivía en Suecia junto a mi familia. Eso limitaba mi círculo a mis padres. Mis hermanos aún no nacían y no tenía primos ni tíos ni abuelos ni siquiera amigos o allegados en el país, convivía con mis padres y con nadie más que mis padres. Digo convivía por decirlo de alguna manera porque en realidad papá trabajaba durante la mayor parte del día mientras que las noches las dedicaba a investigar para su tesis doctoral. Mamá, por otro lado, estudiaba inglés y sueco forzándola a dejarme solo durante largos tramos a pesar de mis cinco años (supongo ese nivel de confianza uno de los beneficios de imaginarse en una utopía socialdemocrata).

Nunca fui enérgico, pero como cualquier niño me aburría con facilidad. Intentaba ver televisión en abierta guerra contra la regla de una hora diaria impuesta en mi casa desde los primeros días de la llegada del aparato aunque mi límite siempre fueron tres programas en fila. Entonces leía las historias Arthur Canon Doyle o las de Astrid Lindgren o los comics de Fantomen hasta caer de nuevo en la misma desidia. Desesperado me ponía encima cualquier ropa o en todo caso una adecuado a la temporada y me sentaba en el pórtico de mi edificio a tirar piedritas.

En una de esas ocasiones conocí al Sr. Nilsson, quien me preguntó la razón de mi cara larga. Le expliqué y apiadándose me invitó a su cabaña para que jugáramos un poco. Era un hombre alto con el pelo blanco como las nieves más profundas de diciembre. Debía tener, calculo ahora, entre cincuenta y cincuenta y cinco años, aunque no confiaría en mi memoria para determinarlo.

—Tengo trenes. Todos los chicos deberían tener trenes —afirmó cuando llegamos.

En efecto tenia trenes, de todo tipo, múltiples y variados. Pasamos varias horas hablando sobre ellos y hacia énfasis en explicarme cada pormenor de su contraparte real y cómo funcionaban. Regresé agotado pero feliz.

Comenzamos a frecuentarnos todos las tardes. A veces dábamos largos paseos a través del bosque, otras nos quedamos en su garaje construyendo las maquetas donde montábamos las líneas de ferrocarril. Siempre haciéndonos compañía el uno al otro. Siempre riéndonos.

—Tengo que mostrarle algo —dijo cierto día mientras guardaba un ejemplar del RENFE 030T steam—, pero no puede contarle a nadie.

—Claro.

—¿Promesa?

—Promesa —respondí.

Sacó un paquete de cigarros de su bolsillo.

—Pasa esto: me gusta fumar. No es algo bueno. Pero soy viejo y me gusta.

Ante mi mudez continuó:

—No se asuste. Somos amigos y quiero que lo sepa —explicó mientras se prendía uno—. Pasamos mucho tiempo juntos y no puedo resistir más.

Me quedé viéndolo disfrutar el tabaco. Algo de hipnótico tendría y algo de hipnotizado tendría mi cara porque me ofreció una calada. Lo hice sin dudarlo, era tan joven que mis padres aún no me infundían el miedo a ello.

Los problemas comenzaron la mañana siguiente, cuando mamá tomó mi ropa del suelo para ponerla a lavar y le sintió el olor. Luego de un breve interrogatorio entregué al Sr. Nilsson con todo y su dirección. Entonces mis padres fueron hasta allá para confrontarlo. Me prohibieron volverlo a buscar y nunca intenté contravenir su orden.

Pasaron los meses, tal vez los años, hasta nuestro recuentro. Lo vi pasar cerca de mi escuela con las compras. Cruzamos miradas y seguimos nuestro camino. Mi primer fantasma.

***

El cine de Apichatpong contraviene muchas reglas más o menos aceptadas en occidente. Por ejemplo, la cualidad dramática o lacerante de una partida. En Cementerio, muy por lo contrario, es una idea con la cual se conversa sin aspavientos: se le preguntan las dudas respectivas y ella sabrá si responde o no. Me parece un ethos muy común en la ruralidad, donde se desarrollan la mayoría de argumentos del director tailandés. Aunque en algunos aspectos pueda tener efectos perniciosos, en otros, usualmente en los relacionados con el ciclo la vida, me parece decanta en una naturalidad liberadora. No termina de ser irrefutable lo temporal de las personas y las relaciones a nuestro alrededor. Romantizarlo en complejas teorías —ya sean académicas o religiosas— deviene una exageración.

En conclusión, todo termina. Esta cinta nos enseña a afrontarlo con honestidad. Ese creo su significado. Aunque sin duda me equivoco.

 

 

Baby we rolling

 

Sonámbulos en un motel a la ribera

donde teorizo con el fémur

si soy quien digo ser, tal vez un chico rudo

junto a otro menos rudo.

Un motel a la ribera donde es fácil

cuestionar mi nombre a gritos, el eco

que rasga cuando un hombre entra

dónde ningún hombre entró,

la lengua como una arteria

entre la pelvis y el latido.

Sonámbulos pero no iguales,

nunca iguales, ahí la gracia

de la piel sudorosa: brilla

como lo nuevo, un diamante

en la carne. La mañana siguiente

diremos haberlo perdido.

 

 


 

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