Adalber Salas Hernández | Donde Ovidio sueña con Fitzcarraldo

ADALBER SALAS HERNÁNDEZ. Caracas, 1987. Entre otros, autor de los libros de poesía Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Valencia, Pre-Textos, 2015; traducido al alemán por Geraldine Gutiérrez-Wienken y Marcus Roloff como Aus dem Kopf durch die Nacht y publicado por Parasitenpresse en 2021), La ciencia de las despedidas (Valencia, Pre-Textos, 2018; traducido al inglés por Robin Myers como The Science of Departures, publicado por Kenning Editions en 2021 y finalista del National Translation Award in Poetry) y Nuevas cartas náuticas (Valencia, Pre-Textos, 2022), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Santiago de Chile, Ril Editores, 2019), 23 shots (Caracas, Dcir Ediciones, 2021) y Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Ciudad de México, Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Frankétienne, Safiya Sinclair y Patrick Chamoiseau. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Roma, Edizioni Fili d’Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Guadalajara, Mantis Editores, 2019). Tiene un doctorado de la New York University.

 

 

VII

(Islandia)

 

Me costó años descubrir que la nieve

es la forma menos amorosa del sueño.

Tardé en comprender que

detrás de su blanco sólo hay más blanco,

un hambre plana que nadie ha sabido

dibujar, una mano furtiva que hurta

transeúntes desprevenidos cuando nadie la ve.

Recibí esta nieve como quien recibe las llaves

de una casa que no ha sido construida. Y por

encima de tanta blancura atea, ese

sol sin orgullo, que no cuida de nadie.

Al menos el sol del trópico vela por la sed

que rasga la garganta, regala ese sudor metálico

que nos destiñe el nombre, que presiona

la frente con el peso de una promesa. Aquí

la palabra sol no me recuerda nada. No

lleva un ojo encandilado por dentro, un cielo

pupila cóncava. Se me escurre de la boca, se seca

incómoda en la comisura de los labios. No se arrastra

por el cielo, no me despierta golpeando su martillo claro

contra la campana de mi cráneo. Los techos pálidos,

las calles que se extienden sin saber a dónde,

el santo y seña de los guantes y los abrigos, sigo

sin dominar estas maneras. Camino con

cuidado, a la manera de quien oye voces a

medias y se confunde, creyendo que hablan

su idioma. Conmigo, siempre, este frío

como un pan sin dueño.

 

(Perteneciente al volumen La ciencia de las despedidas).

 

 

Donde Ovidio sueña con Fitzcarraldo

(Tristia, Publio Ovidio Nasón)

 

Anoche

soñé que un hombre arrastraba un barco

hasta la cima de una montaña.

 

Usaba camiones, cables de metal,

enormes bestias impasibles

sin sudor ni sangre, sólo

aceite oscureciéndoles la víscera dura.

 

Al despertar, miré por la ventana

los bosques de los getas, a lo lejos: su verde

se sacudía y bailaba

como las olas de un mar colgante.

 

El viento entre los árboles

recordaba en voz alta un océano

que estuvo y ya no está.

 

(Del volumen Nuevas cartas náuticas).

 

 

Marsias

 

Marsias cuelga

de un árbol sin pájaros, racimo turbio.

Es el día más caluroso del verano.

Así lo dejaron, atadas sus muñecas

con una soga, brazos estirados, luz blanda

como aceite sobre los miembros

retorcidos. Su cráneo brilla

blanco entre parches de pelo. No

tiene cuernos, no tiene patas

de macho cabrío y esto

definitivamente no es Grecia.

Ahí suspendido ya

no tiene fuerza para gritar o

rogar. Es un mundo reducido

a su carne acorralada, a su mínima

musculatura terca, a su extensión sangrante.

Bajíos y cañadas, precipicios abruptos

como el hambre, cordilleras de huesos

pelados, lustrosos. Un costillar expuesto

que parece boca abierta

o el hocico de algún animal que,

amenazado, muestra los dientes.

Vísceras, cavernas enceguecidas de tanto

resplandor súbito. Ligamentos

deshaciéndose por la tensión,

anudando algo que ya no

le sirve a nadie. Paisaje vertical o mapa

de una tierra por venir, Marsias pende

y el viento lo balancea

como a un juguete viejo. Y a su lado

dejaron tirada la piel, el traje

viejo y sucio de alguien más.

Sobre su cabeza el mediodía gira

sobre su propio eje, tábanos zumbando,

canícula, claridad de cielo sin párpado.

El mediodía es la hora más peligrosa.

Es la única que lleva cuchillo. No deja

que nada se esconda, pela todas las

sombras y las mete en un bolso.

 

(Perteneciente al volumen inédito El libro de las transformaciones, escrito a cuatro manos con Elisa Díaz Castelo).

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