ANAMNESIS DE LOS ACORDES QUE RESUENAN A LA INTEMPERIE,
SIN CARICIAS DE LA LUZ.
EL TAÑEDOR DE CADÁVERES DE BALAM RODRIGO
Por Ana Corvera
¿Puede un médico forense convertirse en el único narrador posible de la realidad que nos circunda? ¿En el más verosímil? El historiador italiano Giovanni de Luna y la teórica y escritora mexicana Cristina Rivera Garza aseguran que sí. A los moradores de este siglo XXI nos acechan el temor al estallido de una bomba nuclear y también los daños colaterales de luchas por territorios de donde emergen grandes cantidades de dinero, las cuales, como siempre, benefician a unos cuantos.
Ante miles de cuerpos que pierden la vida en condiciones de tránsito (algunos van del trabajo o la escuela hacia sus casas; otros dejan todo lo suyo con el deseo de un mejor porvenir), el forense es el único que puede interrogar a los cadáveres, “para adentrarse en lo que fue su vida, en todo aquello que conformó su pasado y ha quedado atrapado en su cuerpo”[1].
Rivera Garza traslada lo anterior al quehacer poético del siglo XXI y encuentra que hay un interés creciente por convertir en literatura fenómenos sociales en donde se involucra la violencia (a lo que llama necroescritura), y que entonces la voz lírica adquiere un carácter colectivo o de desapropiación, en tanto el autor renuncia a su identidad para que resuene un eco comunitario. En este sentido, el cuerpo no es sólo el de carne y hueso, sino que puede ser una obra de arte, un texto literario que no se desprende de los procesos implicados en su nacimiento: historias, tradiciones, lenguas o argots muy vivos o en peligro de extinción.
Así, cuando tenemos en las manos un libro como El tañedor de cadáveres de Balam Rodrigo (Premio Nacional de Poesía Carmen Alardín, 2021), entendemos en primer lugar que el título no fue elegido al azar. Aunque a lo largo de casi 170 páginas somos testigos de lo que hacen y pueden sentir o pensar 22 oficiantes tan variopintos como quitadores de chicles, buscadoras de metal en ductos de aguas negras, cosedoras de balones, capadores de cerdos y hasta restauradores de niños dios, partimos de que el director de esta especie de orquesta es un médico forense dispuesto a escuchar la música emitida a partir de su propio silencio.
Taño del cuerpo su misterio./ No hago necropsias, ejecuto notas de partitura/en los ejecutados, en los muertos […] Lo mío es escuchar y dirigir/horizontales orquestas de ultratumba en la morgue […] Todo inerte cuerpo es partitura./Los muertos y los locos yacen en cadenas de música […] tañedor de cadáveres, ejecuto la música en los muertos.[2]
Los datos clínicos encontrados en los cuerpos inertes (fichas anamnésicas) son importantes para el narrador/creador, en tanto reflejan lo que ocurre en sus sociedades. Señas que la cultura ha dejado marcadas[3] o bien, ha querido mantener ocultas e incluso desaparecer, dejándose llevar por los mandatos de la ética y estética actuales, en donde no hay lugar fijo ni protagónico para lo que no resalte en redes sociales, ese reino de cánones de belleza imposibles de sostener, siquiera de emular por el grueso de la población, en los que se ven implicadas ocupaciones o formas de ganarse la vida regidas por la ley del mínimo esfuerzo. Lo opuesto, es decir los oficios que nos muestra Balam Rodrigo, ejercidos a la intemperie, en el anonimato y a cambio de muy baja remuneración, son el texto social que se nos pone sobre una mesa de disecciones y entonces podemos leerlo con sensibilidad y mayor perspectiva. La idea es no dejarlo morir, traducido a manera de música cuya perpetuidad la dicten el ritmo y la memoria.
Zurcidoras de la resignación
Entre los muchos ejemplos de necroescritura y desapropiación que encontrará el lector en este volumen, destaca, por su impactante crudeza “Cosedoras de balones de futbol”, un poema que le permite a dos voces femeninas, una madre de 72 años y una joven esposa de 20, describir la naturaleza de su oficio:
a este lugar que algunos llaman de las nodrizas/sepan que sería mejor llamarlo pueblo de chichis, es decir,/de las que criamos hijos con el pan de nuestros pechos./Sin embargo, lo que llevamos la mayor parte del tiempo/ en nuestros brazos y pegados al seno las que aquí vivimos/ no son escuincles recién paridos,/sino decenas de balones que engendramos/y arrullamos con paciencia/como a gordos y traviesos niños de aire.[4]
A través de datos duros insertados con eficacia en el texto —ya que además de la invención poética el autor se vale de recursos como el tono periodístico y las fotografías para construir El tañedor de cadáveres—, entendemos que muchos de los balones con los que han jugado profesionales y amateurs del balompié en México, se producen en el municipio de Chichihualco, Guerrero, desde hace 40 años. Y aunque marcas deportivas obtengan renombre internacional gracias a la calidad de las costuras conseguida por manos sin apellido, las obreras aspiran únicamente a la sobrevivencia, ganando 13 pesos por pieza terminada.
Verso tras verso nos sensibilizamos respecto a la postura encorvada que ha mantenido Virginia durante décadas, y también admiramos la pericia de Susana para no rajarse los dedos al coser los 20 hexágonos y 12 pentágonos con hilo de cáñamo que componen cada balón. Hasta aquí, el alma del lector podría permanecer asombrada pero tranquila. Luego nos enteramos de la pena oculta en dichas mujeres. El hijo de la anciana está desaparecido y una fotografía nos informa que se trata de uno de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. No hay entonces un cuerpo que demuestre la vida o la muerte.
Por otra parte, a su corta edad Susana ya es viuda. El cuerpo de su marido apareció desmembrado en un campo de amapolas y alguien quiso pegar sus partes sin preocuparse por darle una última dignidad. Ella no logra contener el grito:
Cuando me entregaron tu cuerpo me di cuenta/de que lo habían costurado/como a un muñeco de trapo, torpe, horriblemente:/ni la más borracha de las cosedoras de balones/lo habría dejado así, tan alrevesado, tan chueco;/mejor te hubiera costurado y zurcido/con mis propias manos,/con hilo encerado y aguja capotera, con un poco de amor,/como a los balones;/comparadas con el trabajo del médico forense,/mis puntadas son como las de cualquier balón perfecto:/invisibles y profundas,/incontables suturas de dolor.[5]
En este texto se evoca al médico forense con sutileza. En alguna parte estará buscando y habrá encontrado (o no) los restos del hijo de Virginia. Quizá ya no quede nada más que una sospecha como testigo de su paso por el mundo. No muy lejos, el mismo forense u otro, adivinaría qué hubo en el alma del esposo de Susana, un hombre que dejó el oficio de los balones para irse a cultivar flores que valen su peso en odio. Tal vez ambos médicos vendrían a narrar que detrás de las desapariciones, no hubo más que negligencia y hambre. En tanto, sentados en las gradas de los estadios o frente a miles o millones de televisores, hombres y mujeres con la camiseta bien puesta, desconocen el dolor de las cosedoras y celebran el vuelo de un niño redondo, relleno de aire, que sonríe como un dios a punta de golpe y patada.
El merolico, una partitura de carne que le huye a la muerte
Como vimos, hay en El tañedor de cadáveres testimonios de dolor, pero también textos frente a los cuales no podemos evitar la risa: como ejemplo, un aspirante a ufólogo que quiere consolidar su vocación. Crece leyendo la legendaria revista de misterio Duda y elige como guía espiritual al otrora emblemático Jaime Maussan. En sus intentos por conocer la verdad del fenómeno ovni, se acerca al Área 51, pero como él mismo confiesa, los únicos platillos a los que tiene acceso son los que lava en el restaurante donde consigue un empleo.
Sin embargo, el poema sobre el oficio de merolico nos ayuda a comprender de mejor manera el concepto de desapropiación que ya describimos antes. Balam Rodrigo capta con éxito la pericia de este personaje, capaz de vendernos casi cualquier cosa, valiéndose de una aguda observación del cliente, así como del albur, de las necesidades domésticas e incluso del ánimo de quienes caminan enfrente. ¿Existe un habla más característica y reconocible que la de un merolico? Su identidad está tan incrustada en el imaginario colectivo, que al leer el texto podemos escuchar el tono de voz y reímos, porque por su gracia, todos hemos comprando un par de platos o de cobijas que en realidad no necesitábamos:
le voy a dar ese vaso / dale ese otro / échale un plato / esa taza / dales otra olla / de pilón / de las grandes / a la persona que se gaste / por ese / doscientos cincuenta / le voy a dar una taza / grandotota / como mi hermana / nuevecita[6]
El texto está claramente construido a partir del habla y la experiencia de otros. El lenguaje descrito como “inculto” es un cuerpo vivo que el discurso oficial ha querido aniquilar, pero sus manos, sus brazos, sus piernas, y sobre todo su garganta, persisten en las ferias, en los mercados, en los bazares de segunda o tercera mano, en las plazas abiertas; se niega a morir y la comunidad tampoco quiere que desaparezca. Ese argot no será repetido nunca por un miembro de la Real Academia Española de la Lengua, pero sí imitada por niños y jóvenes que encuentran en estas peculiares palabras, una forma menos hostil y hasta más convincente de expandirse.
El autor no esconde, al contrario, ostenta estos recursos no literarios en su construcción poética y entonces el libro mismo, en su conjunto, se vuelve un cuerpo con el pecho y el cráneo abiertos, no sobre una mesa de disecciones sino sobre un altar a donde puede acercarse cualquiera que desee escuchar la música que resuena en sus propios adentros. Poemas y lectores comparten un profundo bagaje. Traducirlo desde la poesía y devolverlo a su nido, es la apuesta que leemos entre las líneas de este volumen.
Con El tañedor de cadáveres, Balam Rodrigo encontró una manera directa, justa, de acercarnos al otro, no desde una voluntad paternalista, ni siquiera empática, sino desde un tú a tú, porque cada uno de los 22 oficiantes que tenemos enfrente, genera su música con plena conciencia de lo relevante que es para esa gran máquina que hace girar al mundo. Quienes los observamos, no podemos sino reconocer el arte que hay en sus movimientos e identificarnos con su dolor. Al final se construirá la historia colectiva de una época y este será un palimpsesto abierto para la creación, literaria o no, de nuevas generaciones.
A Balam le interesan las rimas y las metáforas nacidas en las calles, en la boca de quienes andan a pie. La poesía emerge de la suciedad del pavimento, de los muros vandalizados, del llanto de quienes temen, así sea por un instante, no volver a casa. Quien busca una moneda o una medallita de oro en las cañerías, podría pensarse a sí mismo lejos de cualquier tipo de arte, y sin embargo, en esa búsqueda atenta y amorosa, en ese movimiento de manos inmersas en aguas sin claridad, es donde otros podemos, sí, entender cómo se labran los acordes a oscuras, ser nosotros mismos ese forense que tañe cuerpos intangibles, pasando los dedos por encima de las cuerdas de una herida antigua, cuya dulzura resuena como música de fondo en una sala mortuoria.
CARPERO (SALTILLO, COAHUILA)
Para mi hermano, el paleontólogo Rubén Rodríguez de La Rosa
y especialmente para David Fernando Rodríguez Robles†, a quien debo esta historia.
*
Bajo el sol de Saltillo levantamos la carpa.
Mañana celebrarán aquí la fiesta de quince años de una muchacha;
habrá música, baile y cervezas.
Cargamos los fierros y atamos lazos de plástico en las cuatro esquinas
de la lona más grande,
parecida a la piel viva y reseca de los dinosaurios que poblaron,
hace millones de años, esta tierra desértica.
Para matar el tiempo —antes de que lo apuñale el sol— escuchamos la radio
y sabemos que las mismas canciones serán tocadas por el conjunto norteño
que amenizará el festejo.
Es hora de comer y repartimos los tacos de frijoles, los tacos de carne asada,
la salsa de chile gSa saliento,o nuestros cuerposha.
üero, las sodas.
Arriba el sol es una luciérnaga gigante que gira lento en el frasco de vidrio
de un cielo sin nubes, lleno de pájaros de polvo, de espesa y sucia luz.
La mujer de la estación de radio nos lee una noticia asombrosa:
Christine Jianxin Lee de 17 años, estudiante de ingeniería química de Malasia, recibió por error 4.6 millones de dólares en su cuenta de Westpac, el banco más grande de Australia. Sin embargo, en lugar de notificar al banco o a las autoridades, se gastó un millón en bolsas de lujo, joyas y otros artículos. Christine fue arrestada cuando intentó salir de Australia con destino a Malasia. Ahora deberá comparecer ante un tribunal en Sidney y devolver todo el dinero. La magistrada Lisa Stapleton, al escuchar el caso, dijo que no procede como crimen: “Es dinero que todos soñamos tener”.
Al igual que Christine Jianxin Lee, nosotros también soñamos.
Ni bien la locutora ha terminado de leer la nota, nos lanza en directo la pregunta:
¿Qué haría usted, radioescucha, si por error aparecieran
cuatro punto seis millones de dólares en su cuenta…?
Ninguno de nosotros responde de inmediato.
Tragamos lento, rumiamos con ira la carne de cartón de los tacos, los frijoles,
el ligero sabor a detergente de las tortillas de harina,
nos servimos a grandes cucharadas la salsa, un vaso más de soda,
caliente como los orines de un perro.
Somos cuatro levantando los veinte metros de sombra:
el Terminator, el Pokemón, el Catracho y yo.
¿Tú qué harías con esa plata? me dice el Pokemón.
“Llevaría a mi mamá con los mejores médicos de Estados Unidos
para que la curen, luego le compraría una casa a mis papás
y enterraría lo demás en el desierto, para que no lo encuentren”.
Terminator, ¿qué harías con toda esa feria?, le pregunto.
“Me iría para el otro lado y me conseguiría una de esas morras que salen en VH1, compraría una troca bien perrona y tuneada y llevaría a la morra conmigo
a pasear por las playas de Miami, pero le dejaría la mitad de la feria a mi familia”.
El Pokemón responde sin que nadie le pregunte:
“Contraría unos sicarios para que maten a los narcos
que levantaron a mi hermano y a mi papá,
luego me iría a los Estados Unidos y pondría con mi esposa
un restaurante de comida mexicana en Phoenix:
ella cocina muy sabroso”.
Volteamos a ver al Catracho, que mira hacia la calle, sin decir nada.
Es el más trabajador de todos, llegó a Coahuila el año pasado:
como no tenía dólares para pagar la cuota,
los narcos lo aventaron del tren y se lastimó las costillas,
la nariz, la mano derecha.
El padre del albergue para migrantes lo llevó al hospital y ahora trabaja con nosotros
en el staff cargando cables y bocinas, lazos y tubos, lonas;
reúne dinero para pagarle al coyote que lo llevará hasta Atlanta,
Georgia, donde se reunirá con sus hermanos.
Al ver que permanece sin hablar, le pregunto al Catracho:
“¿Qué harías tú con los cuatro millones de dólares?”
El Catracho respira hondo y jala del gatillo de su voz para decirnos a quemarropa:
“Yo compraría todos los paisajes que vi montado en La Bestia”.
**
Agachamos la mirada y nos quedamos en silencio, como si el aire y el sol,
de repente,
hubiesen muerto.
Sin aliento, arrancamos del suelo nuestros pesados cuerpos.
Bajo el sol de Coahuila levantamos sombras,
sueños.
Forense (Ciudad Juárez, Chihuahua)
*
Bellamente partículas de polvo danzan en el aire,
inmersas en compresible flujo, etéreo semen de la creación:
movimiento browniano de corpúsculos
en la convectiva atmósfera del anfiteatro,
como un concierto en inverosímil escenario.
Vale decir, pelusas de algodón bailando suspendidas a trasluz del claroscuro,
volutas en preámbulo de musicales notas.
Amén del corolario sobre el desplazamiento de partículas en suspensión
que admiro,
abro la puerta de mi gabinete de autopsias y, lo declaro de una vez,
hipocráticamente, para cortar luego mi lengua con el agudo bisturí del silencio:
creo en Dios, tengo fe en la ciencia, y mi mayor certeza en este mundo
—físico— es la música,
la única, la que venero: la del inmortal Johann Sebastian Bach.
**
Por más señas, ejerzo cual médico forense, pero me considero artista,
quizá el primer experto en necromusicología:
confieso indescriptible melomanía tanática.
Me explico:
mi profesión está en la morgue, trabajo con los cuerpos en la plancha,
pero en materia de necropsias desvelo un secundario interés criminalista:
ejecuto en cualquier cadáver eufonías,
imagino ocultas piezas para orquesta en los órganos humanos,
descubro tanatológica música en los huesos y tejidos:
hermosa partitura es cada muerto.
Retrataré mi afán primario e iré por partes:
antes de examinar un cuerpo o sus mutilados restos,
enciendo las luces del anfiteatro, sigo el ritual de métodos de asepsia,
visto mis manos con látex y respiro hondo tras la gasa
del quirúrgico barbijo
y afuera paladeo un intenso mar de podredumbres.
Obertura inaugural, lavar el cadáver:
llegan entonces, como en desordenado y aleatorio
movimiento de cuerdas en aguas de vacuidad,
sonando lentísimas, desde la más profunda,
siniestra y cortical región de mi cerebro,
notas vivas de violonchelo, leves balbuceos de viola da gamba en acordes
de breve duración:
evoco algunas veces el preludio de la Suite para violonchelo n.º 6 en re mayor,
y otras, el adagio de la Sonata en g mayor para viola da gamba BWV 1027.
Ni qué decir del gorgoteo fugaz del agua al pasar por putrefactos tejidos:
advierto un látigo bestial de clavicordios al oído,
las cromáticas astillas del Clavecín bien temperado.
Si Gottfried Benn viviera también escucharía, como yo,
los ensayos de orquesta mortecina y el coro de materias en corrupción:
“En cada mesa dos. Hombres y mujeres / crucificados.
Cercanos, desnudos y, sin embargo, sin dolor. /
El cráneo abierto. El pecho dividido. Los cuerpos /
alumbran por última ocasión.”.
Escucho los arpegios de esa luz última descrita por vos, querido Gottfried,
revivo las filarmonías post mortem, escribo sinfonías de disección,
hago resurgir la obra de Bach en partituras de carne en defunción.
Luego del fugaz ensayo, me enfoco en los detalles técnicos y nimios:
nada más que aristas en pentagrama de burocráticas partituras
(causa y hora de la muerte, pormenorizada descripción de las lesiones,
peso y talla, perímetros de interés, complexión, otros hallazgos,
tomar las huellas dactilares).
Antes iniciar la obertura del concierto cadavérico
—quizá ejecute alguno de los seis de Brandemburgo—
con la apertura y el examen de cavidades,
afinaré los orquestales instrumentos de mi necrología musical:
la plancha de acero, el escenario;
el largo cuchillo de disección, mi enérgica batuta.
El cuerpo de un ahogado, como este, por ejemplo, suena a oboe
—y su lengüeta doble parece un bisturí que siega la garganta—.
Ejecutar su partitura es un arpegio de agua reverberando en las entrañas.
Como el virtuoso oboísta, afino la sangre de los oídos
—entono filosas lengüetas de caña doble para el tudel de mi carnal oboe—
y logro así determinar qué obra de Johann Sebastian emana del cuerpo
al compás de las melódicas herramientas de prosección:
la inicial incisión con el largo bisturí en la piel
—cortar tejido subcutáneo, músculo y tendones—
anuncia flautas, violines, violas da gamba, cuerdas.
El costótomo —escindir la parrilla costal, la tráquea, los intestinos y el estómago—
recuerda el contrabajo
y también los espectrales plectros del martinete en clavicémbalo.
El actuar del enterótomo —con su apertura de intestinos para alumbrar el lumen—
es largo en su silencio de fagot.
El cuchillo de disección, al tajar abdomen y seccionar los órganos internos
—hígado, bazo, corazón y otros, atenazados con serradas pinzas—
sugiere la batuta agitándose en el aire, y al trabajar, los coros graves.
La sierra vibratoria, el martillo y el cincel de cráneo
—que separan la bóveda y descubren la masa encefálica—
así como el rumor del retractor en el esternón,
tienen ambos la fuerza rítmica y profunda del oboe, y sí,
la de los coros —con sopranos, contraltos, tenores y bajos-barítonos,
sin olvidar su juego de solistas: contratenor y falsetistas—.
Así, inevitablemente claras, brotan dos piezas de Bach
de la materia del ahogado que estuvo bajo el mar:
La pasión según san Mateo y Cristo yacía en cadenas de muerte.
Lo sé, disfruto mi trabajo y a veces introduzco mis propias
musicales intuiciones, por ello me atrevo a intervenir y me disculpo:
agrego alguna escala hepática, un semitono renal,
una extensa y pericardial zarabanda de varios compases de duración,
oscuras tonalidades craneales y acordes torácicos,
algún veloz virtuosismo para intensificar los secos acordes
y los silencios que brotan de los huesos,
bajos arpegios que ascienden y descienden desde los intestinos,
cierta tensión dramática en los tendones, y dudo, como ahora,
si el concierto del ahogado será para uno o dos clavicémbalos
o si debo ejecutar semitonos cromáticos en otro cuerpo más,
en el que hallaré, posiblemente, ricas figuraciones.
Todo cadáver tiene preludios intensamente largos,
a excepción de aquellos que fueron desmembrados:
saturados de arpegios breves e intervalos, y escasos de sutilidad tonal,
pero en cada centímetro de su putrefacta partitura
busco la total polifonía, la puesta en escena de mi concierto de morgue
con la indecible música de Bach:
el trino de los muertos.
¡Oh, Dios mío, sé que el infierno real es atímbrico y arrítmico,
que la verdadera muerte está dada por la amusia!
Querido Johann Sebastian, excusa que no tenga más instrumentos
para ejecutar tus extraordinarias piezas que los de la necropsia:
pertrechos de forense, cadáveres, silencio.
Al terminar cualquier concierto, suturo la cansada carne musical
con aguja de velería en puntadas rítmicas y compases lentos, constantes,
cirugía de mar con hilos de agua.
Tus versos lo reclaman, Gottfried:
“¡No rieguen la sangre de [Bach] en el quirófano para que la chusma la pise!”.
***
Escribo estas notas sobre la cópula entre Tánatos y Euterpe
escuchando el clavecín que mana del nuevo cuerpo que ingresa al crematorio:
al compás de las llamas crepita en bellas y sutiles armonías.
****
Taño del cuerpo su misterio.
No hago necropsias, ejecuto notas de partitura
en los ejecutados, en los muertos,
escucho imperceptibles piezas de Bach en los traídos a la morgue.
Aro arias en el erial instrumento del cuerpo inerte
—musical pieza corporal—, hiero sonatas en los órganos del yerto.
Amo la armonía del fallecido cuerpo humano,
nunca la armonía de las —terrestres— esferas:
no me conmueven ni la falsa música del coito,
ni la respiración oscura de los pechos,
ni los comunes ruidos y borbollones del estómago con hambre,
ni la exagerada peristáltica de los intestinos durante la digestión por gula,
ni el osado tambor de las flatulencias en público,
ni el castañetear de los dientes por el frío, ni la respiración del otro,
ni mucho menos el vulgar y ridículo tambor del corazón.
No me conmueven jamás ni los gemidos del gozo en el amor,
ni el llanto de los vivos en su duelo por los idos,
ninguno de los dos escucho:
para ellos, sangre y oídos sordos.
Lo mío es escuchar y dirigir horizontales orquestas de ultratumba en la morgue,
deleitarme en el coro celeste de los cuerpos en descomposición,
repetir las filarmónicas y celestiales piezas de Bach
en mis perfectos instrumentos de carne irresurrecta.
*****
Rumor de música de Bach, perpetuos clavicémbalos tocados
por Gustav Leonhardt:
el tórax y las costillas de los muertos
son el hermoso y celestial teclado de los clavicordios de Dios.
Todo inerte cuerpo es partitura.
Los muertos y los locos yacen en cadenas de música, como Cristo.
La música de Bach se escribe en cuerpos, también la muerte.
Dios, el Gran Compositor, es el omnigrafo escritor de toda partitura.
Atado a cadenas de eternidad, Johann Sebastian las escuchó primero.
Escribió sus partituras en páginas de agua, en papeles de viento.
No quiero olvidar ni la más pequeña nota de su altísimo genio.
Yazgo aquí, encadenado a la luz, esclavo de Cristo y de las partituras de Bach
—las cuales ensayo siempre de mortal memoria—
en las que afino los sutiles instrumentos de mi orquesta pútrida:
tañedor de cadáveres, ejecuto la música en los muertos.
Vendedor de sal (Gabaluce, Gran Valle del Rift, Etiopía)
*
Respiro luz en Gabaluce, cerca del lago salino del Gran Dilo.
Iré a comprar sal de volcán a El Sod, para venderla más allá del horizonte
que dobla su crepúsculo, hambriento ya de noche, en la Oromía.
Nací borana y vocinglero en el clan de los pastores de ganado.
Nuestra riqueza se alza en cuatro columnas de sangre
y deambula buscando yerba en pastizales.
Crío un hato vacuno, dos duros dromedarios y tres hijos.
Aunque deseo a las hermosas y núbiles hamer que hieren al desierto
con sus turgentes pechos rojos, mía es sólo una mujer, recia y borana
—que me desea lejos de aquí, metido en caravanas de sal y curtido por el sol—.
Mi hija es casadera y deberé pagar su dote con orgullo en siete lunas.
Iré de nuevo, serpeando por los valles donde nacieron nuestros ancestros oromo,
a vender latas de sal al mercado de Arbore,
donde podré lavarme el sol en los verdes charcos de sombra de las acacias.
Harán conmigo el viaje mis dos hijos varones:
Galemdida, alto como un termitero y más recio que yo,
y Wario, el más pequeño, de ojos como almendras de café y curioso espíritu.
Larga es la travesía, cortos los sueños bajo el sol e inútiles los espejismos de la sabana.
Con el corazón desnudo atravesaremos por las regiones amarillas de la sed.
Wario viaja por vez primera y deberá probar que es un borana,
varón de nuestro clan pastoril:
en el camino dejará enterrados sus deseos de niño,
lo amamantarán el sol y la necesidad.
Regresará hecho un hombre.
Su madre, que guarda su ombligo desde que nació,
bendice al niño tres veces con escupitajos blancos
que escribe con amor en la palma de sus manos
y guarda su rostro en el medio de sus pechos,
junto al corazón.
**
Llevaremos manteca de camella, agua, alforjas de mijo, café y una cabra.
Respiro sol en Gabaluce y es hora de partir.
Cien kilos de sal por cuatrocientos birr en los esqueléticos palafitos de El Sod.
Cargamos el mineral cenizo sobre los dromedarios en costales de cincuenta kilos:
de Gorai a Dilo, donde los árboles y termiteros son malignos;
de Gardilal a Dubluk, donde bebemos agua que gorgotea de mano en mano
desde la entraña de los pozos cantarines;
de allí a Medacho y el fantasma de su lago que el ganado evaporó;
luego cruzamos el interminable lago seco del Chalbi
—Tierra de nadie en nuestra lengua— en Chew Bahir.
Aquí dormitaremos y encenderemos fuego.
Antes de que la noche monte al sol, buscamos un montículo de rocas
que tenga espíritus benévolos.
Hablaremos con ellos en la lengua de la hoguera,
le contaré a Wario las hazañas de sangre de sus abuelos.
Varios días han pasado por el filoso cuchillo del sol
que ha puesto a secar nuestra piel y la de la luna
en las montañas del tiempo.
Pienso en mi hija, en su dote. Sueño con mi mujer,
a la que amo y obedezco con domado corazón vacuno.
Escucho la respiración pausada de mis hijos,
la sangre yugular de su cuello en tambores de silencio.
Mañana llegaremos a Arbore, mañana.
La noche me ofrece sus negras y desnudas ubres:
bebo.
***
Por la mañana cocemos granos de café en agua y manteca,
bebemos sombras del pocillo y andamos por los caminos
con los ojos más abiertos que el cráter negro de El Sod.
Cincuenta grados centígrados en el país de Chew Bahir.
Nuestra sombra se evapora, se adelgaza hasta doblarse,
se quiebra como el ojo especular del Chalbi, que agoniza.
Habitan aquí los hamer, nos acechan como leones sin manada:
pastores de ganado cuyos clanes están en perpetua guerra con nosotros.
Entre los hombres borana y los hamer nos robamos las vacas,
las mujeres núbiles, las armas, la preciada sal.
Derrotadas por el sol, ambas tribus vagamos sin cesar por el desierto
buscando pastura para nuestro ganado en esta tierra inhóspita.
Hemos perdido la guerra contra el hambre, contra la sed, contra su herida negra.
Wario, escucha:
debemos cruzar por la palma seca en el puño de Dios,
por esta larga piel de dromedario y llevar sal
hasta las lenguas áridas de Arbore.
Órices y gacelas hay aquí para comer. Pesadillas por la noche.
Más allá, junto al pueblo de Turmi, se alzan la montaña Gora y el gran Taltahul.
Los fantasmas hamer nos vigilan, entran en el sueño a robar nuestras mujeres.
Hoy deberás preparar tú solo, Wario, las albardas de los dromedarios,
equilibrar su carga salina para que no se caiga y se disipe
como la luna quebrada por el duro martillo del sol.
****
Alzamos la sombra en harapos con la fuerza que nos resta,
y después de siete días de sed, llegamos al mercado de Arbore,
donde mujeres y hombres “viven en armonía con sus vecinos”.
Bajo la sombra en flor de las acacias, tendemos la sal:
cinco birr por lata.
Wario, te lo digo ahora, porque soñarás con mujeres
y venderás la vida en puños de sal que será, hasta la muerte, tu destino:
las mujeres borana son indomables, esbeltas y risueñas;
las mujeres hamer son hermosas, con los cabellos y los pechos rojísimos,
untados y teñidos con grasa animal y hematita;
las mujeres arbore visten crudas pieles de cabra, se ornamentan
con collares de cipreas y sus pechos apuntan, siempre, hacia el desierto.
Wario: “para ser un verdadero hombre borana deberás seguir al sol toda tu vida:
cuando el sol sale, te levantas; si el sol está en el cielo, trabajas;
cuando el sol se pone, tú duermes”.
Hijo, si has aprendido esto, abre tu corazón, echa sal en tus ojos,
y comienza a soñar.
[1] Rivera Garza, Cristina. Los muertos indóciles. Penguin Random House. México, 2019, p. 23 (versión kindle)
[2] Rodrigo, Balam. El tañedor de cadáveres. CONARTE, México, 2021, pp. 83-84.
[3] Rivera Garza, pp. 30-32.
[4] El tañedor de cadáveres, p. 15.
[5] Ídem, p. 21.
[6] Ídem, p. 125.