ELENA SALAMANCA – SOBRE EL MITO DE SANTA TECLA Elí Urbinaenero 22, 2020enero 22, 2020Poesía panhispánica, Revista Navegación de entradas PreviousNext Presentamos una selección de poemas de Elena Salamanca (San Salvador, 1982). Escritora e historiadora. Ha publicado La familia o el olvido (El Salvador, 2017 y 2018), Peces en la boca (México, 2013 y El Salvador, 2011), Landsmoder (El Salvador, 2012) y Último viernes (El Salvador, 2008 y Suecia, 2010). Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán y sueco. Es candidata al Doctorado en Historia en el Colegio de México y en sus tesis investiga las relaciones entre unionismo centroamericano, ciudadanía y exilio en México en las décadas de 1930 y 1950. Publicó ensayos sobre historia del tiempo presente en Plaza Pública Guatemala en la columna Centroamérica María; y entre 2014 y 2016 escribió ensayos breves en el blog Landsmoder en el periódico digital El Faro, de El Salvador. Vincula literatura, performance, memoria y política en el espacio público a través de las piezas Solo los que olvidan tienen recuerdos (México 2009; El Salvador 2012 y 2018); Landsmoder (2011); El descanso del guerrero. Un duelo amoroso para Roque Dalton (2017); Hiato (2017) y Letanías para Mélida Anaya Montes (2018). En 2012, fundó, junto al artista Nadie, la Fiesta Ecléctica de las Artes, FEA. De Peces en la boca Editorial Universitaria, San Salvador, 2011 Editorial Literal, Ciudad de México, México, 2013 Sobre el mito de Santa Tecla Un hombre pedirá mi mano y me la cortaré. Nacerá otra y volveré a cortarla. El hombre pensará: qué perfecta mujer, es un árbol de manos: podrá ordeñar las cabras, hacer queso, cocer los garbanzos, ir por agua al río, tejer mis calzoncillos. Pero yo seguiré cortando mis manos cuando me diga: Mujer, te he pedido, y debes ordeñar las cabras. Mujer, eres mía, trae agua del río, sírveme el queso, ve al pueblo por vino. Mis manos caerán como caen las flores y se moverán por el campo, necias. No ordeñarán las cabras, no irán por vino al pueblo, jamás zurcirán sus calzoncillos y nunca, mucho menos, acariciarán sus testículos. El hombre dirá: Qué mala mujer, es una maldición de manos. Irá por un hacha, cortará mis brazos. Nacerán nuevos. Entonces pensará que el inicio de la vida se encuentra en ombligo y cortará mi cuerpo en dos. Mis miles de manos cortadas se volverán azules y se moverán. Secarán el trigo, jugaran con el agua, secarán el río, arrancarán las raíces del pasto, envenenarán a las cabras, al queso. Y el hombre pensará: Qué maldición más grande: prohibido debe estar pedir a una mujer que tiene voluntad. Ejercicio mientras sirven la cena: Novia inconclusa Yo fui una novia inconclusa. Me regalaron flores que nunca olí. Alguna abeja venenosa, adentro de la flor, podía picarme. Y yo, alérgica, no quería morir de amor. La primavera Quiero tener un novio presuntamente formal. Vivir con él: él en su cuarto, yo en el mío. Habrá un espejo pequeño en mi cuarto al que me asomaré de vez en vez: En verdad fui la más guapa del reino, Blancanieves, pero los espejos son excusas para ser otros -y quizá no haya sido yo-. Lloraré un par de veces frente al espejo sobre todo cuando en la madrugada escuche que mi novio abre la puerta de la casa. Regresa, va a la cocina por cervezas, ríe. Camina hacia su cuarto y una mujer ríe con él. Sabré entonces que hay años en que no llega la primavera o quizás nunca llegó. Los espejos En su casa hay un espejo igual al de mi casa. En su casa, hay una foto de un niño que es él: el niño se detiene en el espejo con la boca. Se besa. En mi casa hay un espejo igual al de su casa. Mi madre guarda una fotografía en la que me doy besos en ese espejo: las piernas aún indecisas de soportar el cuerpo, con toda la debilidad vertical del primer año de vida, la cabeza apenas con cabello, la boca… La boca no existe, está sostenida en el espejo. ¿Me estás besando? Yo me paro frente al espejo, tiro besos. Entro a mi espejo, salgo en el suyo. Conozco a su padre. Beso a su padre, concibo al niño que es él. Lo llevo en la lengua, regreso a su espejo, sin foto, sin niño, entro. Vuelvo a mi espejo. Me veo. Saco la lengua, la llevo al espejo. Lamo. Desde su espejo, el niño se detiene con la boca. Una boca es una boca hasta que ha sido besada. Él ha nacido. Lo acabo de nacer. Sor Juana en el espejo El agua, como el espejo, cae de las paredes. Siempre temimos asomarnos al espejo: Podía ser un estanque. Y esta boca que ha buscado tanto tiempo podría besar a esta boca que puede ser cualquier otra y caer dentro del agua como la humedad que nace en lo profundo del cuerpo Bodegón con Sor Juana Morderé la fruta. Mancharé los baberos de encaje que tejí por tres siglos como la araña: siempre sujeta a la mosca, siempre sujeta al aire. La fruta escurrirá por mi boca como escurre la baba, como escurre la sangre. Clavaré las uñas sobre los gajos de la mandarina: mujeres que se abren en espera de dientes mayores que los míos. Seré animal como el negro que carga la fruta en el mercado: no lee vocales y nunca ha visto el sol. Yo no bajaré el ojo, como el negro, puedo ver el sol entre tus piernas. Gajo de mandarina has sido. Sor Juana vomita la cena Mira, Juana, este panecillo será abundante como la tierra, con él se alimentarán los hijos de los hijos de tu vientre, Jesús. Juana no contiene el asco del fruto de un vientre de donde salió un hombre del que manó agua y vinagre, y se lleva las manos a la boca y se dobla en la cocina. Reconoció el negro a su mujer en la pulpa fresca de la fruta y el indio cayó de hinojos ante el pájaro: antes eran iguales, vivos en esa tierra, ahora no puede siquiera mirar el vuelo: El pájaro está más cerca de Dios –le han dicho-, no mereces verlo. Ese pan tiene la sangre de los pájaros y de las frutas, la sangre negra estancada del negro y la sangre roja derramada del indio. Y Juana se dobla, tose, se retuerce frente al pan. Qué pasa, Juana. Y Juana escupe: pajarillos peces de acuario y dos hostias blancas Como papel. De LANDSMODER Editorial Equizzero, San Salvador, 2012 Hincada toda la vida frente a la virgen y a la bandera, /desarrollé unas rodillas fuertes para sostener a mi patria. De la costra de mis rodillas nacieron todos los hongos /de la tierra. Frente a la virgen y a la bandera, de rodillas, recé y canté. Crecieron mis rodillas hasta echar raíz, hasta ser árbol, madera, mesa, cama, muleta, atril. Aquel sostén de niños que morían y se convertían /en héroes y santos, en héroes santos. Alrededor mío crecieron todos los frutos de la tierra. Cayeron al suelo y nacieron otros. Tuve trigo. Tuve harina. Tuve pan. Tuve hambre. y nada probé. Muchacho, amor Voy a levantarte del camino, muchacho sin casa. Yo te condeno a este amor: bésame las manos, bésame los pies. No te enamores nunca: tengo una piedra por corazón. Quítate los zapatos, quítate la ropa, párate ante mí: arrodíllate, baja la mirada, ponte como un perro, las rodillas y las manos contra la tierra, arquea la espalda, ténsala. Bésame los pies. Me subiré en tu espalda muchacho, me pararé sobre ti. Camina, muchacho, yo soy tu amor, arrástrate con las manos y las rodillas, sángrate las manos, sángrate las rodillas, mancha la tierra. Yo soy tu patria, muchacho, y te condeno a este único amor. Salve, Landsmoder Soy buena porque abro las piernas. Yo crié las ovejas, yo degollé las ovejas, y zampé sus cabecitas blancas en estacas alrededor de mi casa. La gente sabía que yo era buena porque cerraba mis piernas únicamente el día /que destazaba las ovejas. Yo era tan buena: la falda subida, las piernas abiertas, que las gentes pensaban que las cabezas de las ovejas /eran mis muñecas, cosidas con mis manos, pegadas con mi saliva, bellos labios rojos pintados con la sangre que brotaba de entre mis piernas. Si cierro las piernas, ya no seré buena: de mi sangre brotarán los hombres más infelices. Y usted me dejará con el hociquito listo, la falda rasgada, y mis ovejas perdidas balando, aullando Lejos. De LA FAMILIA O EL OLVIDO Editorial Kalina, San Salvador 2017, segunda edición 2018 Una multitud de mujeres me va arrastrando, me empuja, me aprieta. Mujeres con niños en brazos, mujeres con miles de brazos, mujeres con sus sobacos en mi cabeza, los dientes de los niños me halan, olor a leche, los senos salidos, los niños alimentándose, colgados de los pezones magros de sus madres. La multitud empuja, yo no sé realmente si los huevos que compré siguen intactos, yo no sé si se rompieron, yo no sé si estos huevos se incubaron entre tanto calor de viejas y sobacos. No sé qué van gritando las mujeres, me dicen cosas. Yo voy cuidando mis huevos, los pongo contra mi pecho, paso los brazos alrededor de la bolsa, y grito que no quiero nada, no tengo cartera, la habré perdido, la habrán robado, ya no se puede confiar en nadie. No quiero que me vendan más manojos de hierbas para hacer sopa, para hacer el amor, para deshacerse de la gente, para decir adiós; hierbas sembradas en el camino, arrancadas con los dientes de mujeres pobres. No quiero que me ofrezcan tampoco miles de carretes de hilo para zurcir calcetines, coser botones de camisas, cegarlos, ¡que no me vean, odio coser botones! Yo no sé qué me piden que les compre, no les compro. He perdido la cartera, la sacaron, la robaron, la tiraron, la perdí, yo no sé, ya no se puede confiar en nadie. Las mujeres me gritan: —¿Va a querer, amor? —No tengo, corazón. —¿Va a querer amor? —No tengo corazón. Yo no sé si estos huevos se incubaron y llevo miles de pollos desnutridos en la bolsa; tampoco sé si alguno de esos pollos romperá el cascarón, asomará el pico, me sacará un ojo, sacará el ojo de las mujeres y sus hijos que me arrastran y me empujan. Sería bueno que un par de mujeres sin ojos cambiaran el rumbo, se perdieran, chocaran contra ellas, chocaran contra la ciudad, y me dejaran el camino libre para llegar a casa, prepararnos la cena: dos huevos, dos pollos miniatura sacrificados; servirlos en tu plato, servirlos en la mesa, sentarnos, arrancar las piernitas de los pollos ínfimos, encontrar el hueso de la buena suerte, luchar por él, ojalá nos tocara a cada uno el hueso más largo para tener eternamente suerte y pedir algo bueno por única vez en nuestra mesa, algo bueno por única vez en esta casa, algo bueno por única vez en esta ciudad. Sangre En esta ciudad construida para vivir sin emoción, lo que se descuartiza es lo único que vale. El olor de la sangre. La sangre de los muertos. Hay quienes nunca han olido a un muerto. Aún. Como ella. Los generales, a pesar de ser asesinos, nunca se mancharon de sangre. Eso la contrariaba. Suponía que en una guerra siempre se mata a alguien. Y que los héroes, como los generales, matan, si no a miles, al menos a muchos, como los héroes de las tragedias, como sucedía en las batallas que leía en los libros. Pero en ese país, los generales eran inmaculados como una virgen, como una estampita de la virgen milagrosa en el puesto del mercado. Salpicada apenas, en el puesto de la carnicería del mercado de la ciudad. De nuevo, el olor de la sangre. El olor de las patas recién cortadas del pollo. El olor de las alas trozadas de la gallina. El olor de las vísceras de la vaca. El olor de la cabeza degollada del cerdo. Sacaba unos billetes de la cartera y los entregaba a la carnicera. La señora los recibía, daba las gracias, daba una bendición y regalaba un piropo. Envolvía las patas, las alas, las vísceras en un papel de periódico, las doblaba, las empaquetaba, les pasaba un cordel, las anudaba, como un regalo primoroso. -Tenga -sonreía. La criatura daba las gracias y nada más. Ni un piropo ni una bendición para ese mercado podrido, para esa señora con las manos llenas de sangre, de coágulos y corazones. Salía del mercado con la destreza del que no quiere pisar la mierda y las hojas de lechuga, los tomates destripados, rojos como los corazones de los santos que decoraban los puestos de mercado de esa ciudad. Y salía a la ciudad. Cruzaba las calles, todas las mujeres bendecían y piropeaban a quienes compraban; las mujeres todas, viejas y artríticas, jóvenes y embarazadas, de cabellos pintados, de coloridos delantales, de axilas poderosas, mujeres recién paridas, mujeres que han vendido toda la vida en el mismo pedazo de ciudad. Esa ciudad ennegrecida por el humo de los autobuses que llevaban dentro gentes con las narices tapiadas de humo y sangre. Tanta sangre para una sopa -apretaba su paquete de vísceras. Tanta sangre para una ciudad. Pez Preparar el almuerzo de la desempleada: abrir una lata de sardina, estrujar un tomate, rallar una zanahoria, partir la mitad de un pepino. Juntar en un plato. Servir. Los ojos, como si hubieran partido cebollas, inflamados de agua. Caminar a la mesa, sentarse. Morder la sardina, retener en la boca, devolver el tenedor al plato. Los ojos, en el supuesto de haber partido cebollas, enrojecerán. Mantener el pedazo de sardina sobre la lengua. Salivar. Los ojos, en el supuesto de que en el aire persista un intenso olor a cebolla, como si la hubieran partido, llorarán. La sardina en la boca, en el supuesto de haber sido alguna vez pez, nadará. POEMAS INÉDITOS Del libro Pensamiento salvaje [Viola tricolor] Poema de las sangres encontradas A Efraín Caravantes Camino en una alameda que perdió los álamos porque al final los hombres comprendieron dónde habían plantado la modernidad y llenaron las avenidas y las calles y alamedas de palmeras. Entonces tu voz resuena, me dice: “Ese austríaco de ojos azules era un hijueputa y en una apuesta ganó el derecho de cogerse a mi abuela”. Tu abuelo la había perdido en el casino. Pudo ser un austriaco o un húngaro, qué importa. Cualquier recién venido de un imperio destruido tiene corona en estas tierras. (¿Y quién iba a decir que un día un austriaco y un húngaro iban a ser iguales y tan diferentes? Después de todo, quién puede decir qué es una nación entre polvareda y lodo.) A tu abuelo le gustaba apostar y le gustaba perder. Pienso en tu abuela una noche en el casino del pueblo, entre lámparas aún encendidas con aceite, sin honra. Embarazada de un bebé que sería un hombre silencioso de ojos azules. Y pienso en mi bisabuela violada también por aquel hijo del presidente: Muchacho sin oficio de ojos azules, loco por las máquinas de vapor -ay, la modernidad- que no conseguía trabajar -ni lo necesitaba- y para distraerlo su padre, el excelentísimo presidente de la República, le regaló un tren. Antes, por supuesto, le construyó sus propias vías y un paisaje. Mi abuela no heredó ojos azules ni casta. Y se casó con un zapatero que un día, a punta de pistola, la secuestró y la llevó a su casa. Frente a esa casa, el zapatero, mi abuelo, había construido otra casa. Y en ella vivía Elena: su amante. Mi abuela también se llamaba Elena: Elenita, la virgen. Y a esta altura del camino no sabría decirte a quién de ellas me parezco más. Pero vienen los hombres de ojos azules a violar a nuestras mujeres. Mi abuelo también tenía ojos azules y escribía detrás de sus fotografías cartas, poemas de amor, garabatos egocéntricos. Pudo haber sido anarquista. Tal vez en 1944 corría por Guatemala mientras las bombas caían en las casas de los mártires de la revolución y muy joven, en 1928, En Tegucigalpa, en reunión de la confederación obrera de Centro América desconfió de Samuel Gompers y las intenciones del sindicalismo estadounidense. Pero nadie asegura que el socialismo o el anarquismo salven de violar mujeres. (Todo lo contrario, compañeras, Ustedes comprenderán que la revolución es la única causa y en su honra nosotros queremos inseminarla en sus cuerpos.) Tu abuela llevaba el pelo recogido el día que fue entregada en el casino. No podemos ver nada más de ella. Una sombra terrible cae de la cabellera como cae la vergüenza en las mujeres perdidas en una apuesta. Quién iba a decir que ahora, cada uno en su ciudad, atraviesa una alameda sin álamos bajo palmeras que tampoco son nuestras. Las trajeron de África -como si fueran esclavos- porque los paisajistas dijeron que la Attalea cohune no era fotogénica. No hay viento que sople tan fuerte como el pasado de las mujeres. Y no sabemos con qué frase terminar sus historias. Probablemente porque jamás hablaron ni dijeron: Es verdad, yo fui vendida. Es verdad, yo fui apostada . Es verdad, ese hombre creyó que debía poseerme por derecho de pernada. Y nosotros sabemos por qué hay frases que no concluyen sus palabras: tenemos la sangre revuelta del violador y la violada y forman una sola cadena de azúcar y fosfato, se sabe, pero también cadenas reales: nudos que nos atan a dos caminos violentos opuestos y perdidos, sangres enfrentadas. A nadie debe asombrar ya esta historia. Ahora pueden entender por qué pasan los años y aún no encontramos lugar para asentar la cabeza. La botella en la cartera Llegó el día en el que salí de casa con una botella de cerveza en la cartera. Se habría esperado que llevara flores porque las mujeres son seres de jardín La forma civilizada de decir que aún pertenecen a lo salvaje, el jardín como la forma civilizada de reducir la selva. No han pasado en vano los siglos y la Señorita von Humboldt encerrada en el invernadero como una orquídea del trópico que el joven Conde von Humboldt, que podía cruzar el mar, había robado del jardín de América. No ha pasado en vano aquel gran amor que fue un naufragio del cual rescaté pedazos de vajilla y una botella de cerveza de raíz intacta que guardo en la cartera. Una nunca sabe cuándo necesitará olvidar. Para recorrer la ciudad con una botella en la cartera tuve antes que lavar los platos, regar las plantas, alimentar al gato, barrer la casa, limpiar del balcón las cargadas de paloma. Pagué mis cuentas: todas. La vida es una deuda que se paga en cuotas. Y la inflación y los bancos y la propiedad privada hacen imposible pensar que un día pueda a salir de mi casa con una cerveza en la cartera. Pero ya amé y te amé y siempre te dije usted porque había que guardar de alguna manera la distancia. El amor es un puente que se tiende de boca a boca en una gramática. Una gramática propia. Y cuando el puente se cae, muere el lenguaje. Y con él una civilización. Tendremos las palabras pero habremos perdido su orden: y no podremos hablarnos más. Lo demás son: botellas vacías sobre una mesa, borrachos que lloran infinitamente la misma noche cada noche, borrachos que gritan y quiebran botellas, Armas cortopunzantes, dirá la policía, rencillas por poder, dirá la prensa. Pero yo no, no voy a quebrar esta botella. Tanto tiempo para poder pararme en este lugar en el que no sucede nada. La botella es un amuleto que llevo. Un botín del triunfo de un lenguaje que no era mío: de las palabras que nadie quería que escribiera, de los gemidos que no podía tener. No vayan a decir que soy puta, no lo quieran Dios ni las tías. La botella es transparente como pocos pueden ser. Ni la luz precisa ni la sombra. Dos pies plantados sobre un sitio donde no pasa nada. Y no es preciso que ocurra algo. La calma debería ser también una ambición. Por hoy podría ser ese borracho absorto en el llanto que ve en las botellas a su alrededor los edificios de una ciudad desconocida, podría quebrar la botella en un pleito: arma cortopunzante, dirá la policía, crimen pasional, dirá la prensa. Pero ya dinamité los puentes Y quebré las vajillas. Jóvenes las dos, perdidas Yo también me fui de fiesta con mi abuela. Jóvenes las dos, perdidas en el incienso de Semana Santa en Sonsonate ¿Quienes llegarán hasta aquí? Le pregunto entre el humo sagrado ¡Ni los curas! (Pedro Cortés y Larraz tal vez, pero era 1770) Yo quisiera fumar tabaco esta noche, pero puro fumaba la bisabuela. Fumar y achinar los ojos cuando venga el primer hombre de Guatemala y cuando venga el último hombre de México y no me deje ir con él. No hay ya quien pueda impresionarme con nicotina. Mi abuela calla porque cometió errores y sabe que también voy a cometerlos. Nos perdemos en el incienso y la mirra. El nardo, la azucena y todas las flores que no hemos sembrado en ningún jardín porque aún no tenemos casa. No tendremos casa nunca. Siempre seremos esas muchachas vestidas para martes de carnaval al que llegamos tarde. (Como siempre) Es martes santo y a nuestro deseo lo escupen beatas. Mientras, corremos con taconcitos por las calles de piedra: Flor de Acrocomia aculeata. No hay oración ni agua ardiente ni lunar cerca de la boca que nos salve del amor. Santa Ipomoea Mi abuela ha perdido la velocidad y la memoria breve, la inmediata. Dice calzón y ríe, dice que cagar y ríe como una niña que comprende la transgresión. No habla ya del pasado, no recuerda a mi abuelo. Y es mejor. Yo, mientras, Temo. Tengo miedo de que olvide los nombres de las flores que me enseñó: Está es la zapatilla de al reina –una campanilla azul y pequeña doblada como un zapato del siglo xviii que por minúsculo y bello y causa dolor-. Esta es la dormilona (mimosa púdica) – Está despierta pero se duerme cuando alguien se aproxima. Se repliega y se esconde en sí misma-. En Puerto Rico la llaman morí viví. Morir-vivir. Aquella de la maceta es la mala Madre – Una planta que tiene vástagos, hijitos, que crecen de ella pero lejos de ella, cuelgan, y están solos, desamparados de pájaros. La madre los tira -dijo entonces mi abuelita Es Ingrata -sufrió. La hoja de lotería crece grande en alguna maceta. –Cuando yo era niña mi abuela desenredaba, como un pergamino, la hoja recién nacida y leía en ella números: Este es el cinco, me mostraba. Yo veía una mancha. Si apostamos a este número, ganamos la lotería. Nunca ganamos porque nunca apostamos y si hubiéramos elegido el cinco tal vez. Solo tal vez. A las flores amarillas siempre les confundimos nombre: de san Andrés de san Antonio de San Esteban… solo Dios sabe qué Santo, solo Dios, claro, tiene ese lenguaje de santos y nombra también palabras que son cosas y plantas, árboles y flores que son santos. En el fondo del jardín trepa una campanilla. Una campanula, Ipomoea Indica más bien, azul y morado. Ipomoea nil Ipomea purpúrea gloria de la mañana, manto de María, don Diego de día, quiebra platos, campanilla morada, campanilla, campanula. Campanula la llaman, simplemente, en los países en que la he encontrado. Aparece y desaparece en las calles como aparece y desaparece en mí la guerra. Teníamos una casa grande, blanca, antes de que empezara la guerra. Era bordeada por muros como premonición violenta y sobre toda posibilidad de miedo crecían las ipomoeas. Eran transparentes y antiguas, como el papel. La Ipomoea llegó a Japón desde China, o de Korea, no se sabe. En el siglo séptimo se extendía el bejuco en los jardines de ciudad. Ciudad, esa nueva palabra. En el siglo diecinueve, toda casa japonesa tenía un bejuco de ipomoeas. Flor de la guerra: crecía fuera de las casas en 1945. Ipomoea, campánula, campana. Una campana que repica la guerra. Campanilla, la llamaba simplemente mi abuela. Creció en las paredes de la casa, era un bejuco tan grande que parecía selva. Nos cubría con su sombra para sentarnos debajo de ella y ver a las demás flores en la mismísima tierra. Fuimos protegidas de las bombas por la campanilla como si fuera una santa. A lo mejor lo era. Una santa de pétalos, sin cara. Yo le rezaría ahora una oración botánica con mi boca llena de ceniza: Santa Ipomoea, protégenos. En la guerra desapareciste porque desapareció mi casa. Un día, años, muchos después, te encontré, en otro país, pegada un árbol, como un milagro. Apareces en esquinas y en basureros, como los gatos. Desapareciste de mi casa porque a mi casa la desapareció en la guerra. Te ruego por la memoria, única lengua de este lenguaje. Campánula, Campanilla, Ipomoea, Mi abuela se detuvo para siempre en el jardín. Santa Campánula, Santa Campanilla, Santa Ipomoea, Acaba de empezar la guerra. Facebook Twitter