Emiliano Álvarez | Animal muerto en el camino

EMILIANO ÁLVAREZ (Ciudad de México, 1987). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017 con el libro Sólo esto. Ese mismo año publicó Nômen (Ediciones Sin Nombre). Desde 2011, es subdirector de La Dïéresis (editorial artesanal), donde también ha publicado algunos libros de autor y libros de artista. Actualmente trabaja en dos libros inéditos de poesía.

 

 

 

 

Regadera

 

Me cuentan que tenías diecisiete: la regadera,

un cinturón, medio frasco de somníferos. Tu cuarto

era una foto envejeciendo. Pasar allí la noche

era ser una planta que no encuentra en dónde enraizarse.

Qué incómodo mover tu foto del buró, tu trofeo

de la prueba de nado; qué pálpito de iconoclastia

poner allí un vaso de agua por la noche.

Tu madre,

amabilísima, nos recibió, sin embargo, como si siempre

tu cuarto hubiera sido el cuarto de visitas, como

si no hubieras sudado allí la última prueba del arrojo,

echado en esa cama que ahora nos acogía, blanda, al lado

del baño.

Bañarse allí era sentir los hilos tiesos de esa

lluvia fingida, aprisionando lo vital.

Pasar la toalla

por el cuerpo mojado era como haber sobrevivido.

 

 

Let Us Now Praise Famous Men

Edmund Rivers

Traducción inédita de Emiliano Álvarez

 

Por dónde comenzar por dónde si no podemos ver hacia el comienzo ese tiempo que es siempre mitológico y cuando uno dice

mitológico quiere decir inaccesible vedado más allá todo entonces es mera conjetura y es equivocación inevitablemente

de todos modos preguntamos por dónde sí por dónde comenzar a relatar lo que sucede a contar por ejemplo los misterios de estas encarnaciones cotidianas

porque para narrarlas como sería necesario para ver aunque fuera de lejos lo Verdadero su revelación necesitaríamos

un microscopio eleusino sibilino que destrenzara el gen de la deidad y nos diera sus hebras para bordar en silencio una palabra imposible

 

Ya sé que no me entienden a ver si logro ser más claro en los minutos que me quedan para hablar en esta mesa redonda sin oyentes

en este congreso inútil de lo Bello [proyectan por favor la diapositiva uno]

olimpo decadente parnaso del estiércol [se han fijado que no es lo mismo decir mierda que decir estiércol? mierda es esa de perro que pisamos

estiércol la del burro o el caballo que alcanzará su destino de guano de integración sostenida en la cadena alimentaria]

esos son nuestros dioses ahora ese hermes de la levitación esa deméter la no estrábica de güero que aún se las ingenia para poner la mesa

a pesar de la Gran Depresión y sus embates “si no hay comida para la boca que la haya para el alma” dice poco convencida aunque sonriente

ese cronos barbudo que lee el periódico vacío —para el tiempo nada somos—  esa artemisa puritana a la derecha y ares detrás de cronos

con la sección de deportes que le ha cedido su abuelo

y luego los pequeños apolito de brazos cruzados afrodita con la sección de modas imitando a qué modelo y poseidón que ya quiere quitarse de la foto

la niña de la mesa es atenea ¿ven esa ventana en el piso de arriba? por allí se asoma zeus cuando puede levantarse de la cama –le dio polio de niño

y casi no se mueve [ya sé que la señorita que tiene la mano levantada me va a decir que la genealogía no cuadra que las edades son absurdas

tiene razón los dioses hacen lo que quieren]

 

Nada puede este olimpo

 

Así fue siempre

 

Edmund Rivers (Melbourne, Australia, 1947 – Missouri, eua, 2009) fue un poeta tan marginal dentro del canon en lengua inglesa como brillante. Buzo de altas profundidades, fue también un notable fotógrafo de la vida marina, profesión a la que hubo de renunciar cuando uno de sus pulmones colapsara, “vencido por la presión continua del techo de la ballena”, según sus propias palabras. Publicó apenas dos libros en vida: el extenso ensayo Epiphany, sobre hermenéutica del arte, y la colección de poemas Grasslands, que recoge sus experiencias alucinadas luego de mudarse a Missouri para pasar su retiro en compañía de su segunda esposa, la americana Sarah MacKenzie (una artista conceptual, por cierto, particularmente crítica con el statu quo norteamericano). Grasslands fue publicado en una pequeña prensa de tipos móviles perteneciente a sus amigos Ana Silver y John Avery en el año 2002. El tiraje fue de apenas 300 ejemplares, y el libro, en realidad, aún está por descubrirse. Ninguno de los títulos de Rivers ha sido traducido al español, y es éste el primer poema completo que se presenta en nuestro idioma. He decidido conservar el título en inglés del poema, pues hace referencia a un famoso libro, publicado en 1941, con fotografías de Walker Evans y texto de James Agee. A la hora de su muerte, Rivers, que sucumbió a un tumor cerebral –posible causa de sus raras visiones–, dijo que el hospital era otra ballena y la noche otro oceano. Sarah Mackenzie ha dicho que el cadáver olía a algas. (Lamentamos no poder ofrecer la versión original en inglés del poema, pero la viuda no ha cedido los derechos.)

 

Animal muerto en el camino más adelante

 

***

(«Has llegado a tu destino»)

 

Lo que hubo aquí fue un cuerpo.

Lo blanco no es ceniza

sino hueso molido a fuego altísimo.

El resto de los restos (gris, negro, cenizoso)

fue carne y fue pulmones,

piel, bazo (éste agrandado (¿sí era cáncer?)),

el iris, nervios, hígado

(por dentro cómo somos parecidos),

y vueltos, ya sin agua,

en un solo elemento de los cuatro,

nos caben en las manos

y podrán entregarse entre los árboles

a la pasta fría y lodosa

de la transubstanciación.

 

Te esparcimos, entonces.

 

Volvemos la mirada a tu trayecto.

 

***

(«El destino estará a quinientos metros»)

 

Un mes, o poco más y ya sentíamos (haz notas

de sus síntomas y muecas; ofrécele alimento

cada hora; si no quiere comer, pues con jeringa;

oblígala a tomar medicamentos)

que se achicaba el mundo,

como la toma de una piedra

tragada por el agua, haciendo círculos,

pero puesta en reversa.

 

En las noches soñábamos

que todo terminaba,

y un poco con horror y con deseo

corríamos a verte.

 

«Si no vas a morirte, le seguimos

—decíamos cada vez,

sin poderlo decir y que entendieras—;

si sí te morirás, si no la libras,

mejor es que descanses.»

 

Sabíamos que no, que no era el verbo

(¿no para descansar hay que estar vivo?

(o sí, pero que no era tu descanso

(o sí porque cansada sí que estabas))).

 

La cosa es que de pronto

fue nuestra casa la caza de leones

por el Khosr. Aullaban Ashurbanipal

y sus soldados. En carros y con flechas,

fustigaban el suelo, calentándolo. Te perseguían

sin tregua los muy puercos. Ululaban. Violentos y sudados.

Festivos y feroces. Buscabas cómo huir y no había forma,

y tu rostro de leona mostraba confusión, herida en

el ijar por flechas múltiples, y débil te movías, de un lado

para el otro. Luchabas sin rendirte, pero el polvo

de la persecución te hacía lejana.

 

Luego ya no pudiste levantarte,

y entre las convulsiones

resonaba tu cabeza

al golpearse contra el suelo.

 

Ya no era respirar eso que hacías:

te doblabas, torácica y sonora, toda tú,

como animando un fuego que no prende

en la madera húmeda.

 

***

(«El destino estará a doscientos metros»)

 

Te hicimos un sudario de una toalla,

as wax melted down and veined the candles,

que entregaban su ascenso,

sus ojeras goteantes,

mirando para arriba y acechándonos.

 

Hay quien dice que hay civilización cuando han surgido

los ritos funerarios.

 

Tal vez fundábamos la nuestra en esos gestos

(espontáneos y no, nuestros y no)

que no pensamos demasiado,

como si hubiera un ribosoma que trenzara

su cadena.

 

La irlanda de tu iris no cedía,

pero ya como un cable requemado,

dejó de ser la puerta,

eléctrica y lacustre.

 

Yo creo que nada existe de nosotros

más allá de nosotros.

Quiero decir:

no creo que seamos cárcel de algo que huye

y que no necesita nuestro cuerpo,

su calcio, su carbono,

su agua y su digestión y sus neuronas.

Pero ante ti pensaba

en los versos del canto veintitrés,

cuando Aquiles murmura:

«Alma y sombra son ciertamente algo».

 

Que ese «algo» pueda ser sin la materia, yo lo dudo.

Pero tal vez esa materia

no tiene por qué ser la que ha hecho el alma.

 

Todo eso me ponías a pensar.

O no tú. O sí, si también somos

cuando somos puro cuerpo,

el tuyo entre la toalla en que lo transportamos,

con tendones salientes,

como de guardias en la piedra,

hasta ponerte en la custodia

de otros ojos más secos.

 

«Aquí la preservamos hasta el lunes (día de tu cremación)

en una cámara de frío.»

(¿por qué las cosas prácticas

nos enfurecen tanto?).

 

***

(«El destino estará a tu derecha»)

 

Ese lunes, salimos a esparcirte entre los árboles.

 

De regreso a la casa,

el gps nos sacude:

 

«animal muerto en el camino más adelante.»

 

Nos vemos —y reímos,

nerviosa,

 

húmedamente.

 

 

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