Juan Suárez Proaño | Oración por la quietud

JUAN SUÁREZ PROAÑO (Quito, 1993). Poeta y editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016, El Ángel Editor), Nos ha crecido hierba (2018, El Ángel Editor), El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019) y Las cosas negadas (2021, Premio Nacional de poesía Paralelo Cero). Consta en varias antologías y publicaciones en revistas, entre ellas, la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Trabaja como editor en El Ángel Editor.

 

 

 

 

El gato

 

Eran los días circulares en el estómago

y las mantas de fiebre sobre mis ojos.

Teníamos una mata de manzanilla

que bendecía nuestros jarrones blancos.

 

El alba aún envenenaba las ventanas

donde siempre era la hora de la escarcha

cuando vimos llegar al gigante perro pastor

con un gato todavía sollozando en su mandíbula.

Ese perro, que de la juventud conservaba nada más

la pureza de un único diente,

arrojó a nuestros pies su desdichada ofrenda

hecha con el duro amor

que nosotros le habíamos enseñado.

 

Padre tuvo que terminar la tarea

que el solitario colmillo no pudo.

Aún no pasaba el alba

y ya mi padre se lavaba con piedra y sal

la saliva de la muerte.

Partió después un famélico pedazo de pan

y vi sus dedos como dulces navajas de la necesidad.

 

Era el gato de la casa

que colindaba con nuestro patio.

Esa mañana, brilló en mi plato su corazón

mientras oía viejas voces

libres de todo tiempo y podredumbre

repetirme al oído los mandamientos:

no matarás, no practicarás la crueldad

no talarás las rosas de los afortunados

no sacarás de tu pecho el cardo de la culpa.

Y pensaba en dios —cuyo cuerpo imaginaba

semejante al humo que escupía el padre

bajo la luz queda del umbral—

y sabía que él nunca dijo esas cosas

porque sus labios

también conocieron el rocío de la pobreza

y sus manos perduraron en la humillación.

También él se despertó en medio de la noche

empapado de rabia y pánico

para ver a su madre soñar con corderos degollados.

Yo estaba seguro

que debieron ser otras criaturas

las que pusieron esas normas en la piedra.

 

Nunca sabré

si aquel animal de pelaje como ondas de luz,

de fino linaje y uñas limpias,

nos habría perdonado.

Aún no terminaba el alba

y yo había olvidado el color de sus ojos

que sin embargo, oscuros,

hicieron su inhóspita madriguera

en mi espíritu.

 

No nos alcanzó el alma para esa mañana.

Mi madre colocó su dedo

como el roce de un ala

sobre mis labios.

Y aprendí a callar

mientras mi padre mentía al anciano de la casa contigua

en la puerta trasera del patio

donde empezaban a rendirse

las fieles hojas de la manzanilla.

 

Esa fue

la primera mañana de este siglo.

 

 

La leyenda del fango

 

La casa se alzaba sobre cuatro pilares

que hacían heridas en la inmensa piel del fango.

En los fines de mes,

mientras madre trataba de limpiar las sábanas,

nosotros moldeábamos panes de barro

que en la noche dejábamos a las puertas de la casa

para que devorasen los hambrientos muertos

y se sintieran a gusto

y decidieran entrar.

 

Nunca supimos ir a ningún sitio

ni entrar a ninguna parte

sin llevar en las suelas

pedazos de nuestro fango.

¿Recuerdas a los maestros,

sacerdotes de la limpieza?

Nos echaban de las aulas

para que limpiáramos nuestros zapatos

en el césped húmedo del patio.

¿Recuerdas que obedecíamos,

que nos tardábamos

jugando con los reflejos de la fuente,

emboscando sapos,

rastreando granizos para saborear

y verlos derretirse en nuestras manos?

Y lejos sonaban las lecciones de la pulcritud.

 

Nunca pudimos darnos el lujo de riñas

contra el fango. ¿Y para qué?

Siempre fue tarde

para evitar que ingresara en las rendijas del alma.

Enlodadas fueron las trenzas de los abuelos,

enlodadas las cebollas y las colas de los gatos,

enlodados los labios de los hijos

y estos labios.

Debíamos hacer nuestro el mundo desde allí.

 

¡Ah, señor, no habrá diluvio que borre las huellas

que dejamos en el fango entre casa y casa!

Las huellas de cuando íbamos bajo las faldas de las madres

a oírlas conversar aunque nada entendíamos,

pero era música su voz,

las huellas de tardes en que escapábamos a comprobar

si aquella muchachita que el verano había tratado con esmero

nos ofrecía ahora un guiño o un movimiento de sus piernas,

las huellas entre puerta y puerta

cuando íbamos sin más palabras que lo siento,

nos hará falta, era un gran señor

era una madre excelentísima, y luego

las huellas de pocos

acompañándonos en el letargo de la ebriedad

y en el sabroso veneno de las maldiciones.

Allí quedan, señor, nuestras huellas

porque andamos arrastrando los pies

dejando en el lodo un hermoso camino reptil

una pincelada de desastre.

No,

no hay lluvia que pueda borrar esos signos

escritos con el alfabeto de la dureza.

 

Nadie podrá romper nuestro pacto con el fango:

llevamos su mancha, su penetrante salpicadura

a donde sea que vayamos

y él, a cambio, guarda para nosotros

la huella que hacemos

como única prueba de haber estado aquí,

un dibujo a imagen y semejanza

de la taciturna, estancada, pantanosa vida que nos toca.

 

Oración por la quietud

 

Que nunca habite yo las oraciones de los felices.

Que no me señalen las uñas de los pulcros,

que nada más reciba el voto de los gatos

en las elecciones barriales.

Que mi nombre lo sepan solamente

las mujeres que de verdad intentaron

una despedida dócil:

ellas jamás volverán a repetirlo.

 

Que nadie se imponga la obligación de pensarme,

para cumplir conmigo su cuota mínima

de conmiseración

que exigen a las puertas del parnaso.

Que en ninguna mesa me recuerden

como se debe recordar únicamente a los exiliados.

Que mis ojos

olviden la imagen del muñón

a las puertas de templos ojerosos.

Que mi olfato

no sepa diferenciar el romero de la pólvora.

Que mis tímpanos

no sean condenados a repetir

el lamento de los toros

que salvaron a las praderas

de una muerte silenciosa.

Que mi carne

deje de soportar al abrigo

hecho con la piel del único cordero

que amé en la niñez.

Que declaren su emancipación mis oídos

y no sean más esclavos de la música

que pone en nuestra garganta

los grilletes de la belleza.

 

Señor

permíteme la gloria de los escombros.

Dame la paz de los escarabajos,

la simpleza de las ollas cóncavas

que recogen las goteras,

el anonimato de las grietas en las tapias,

la memoria de las puñaladas

que son olvidadas en la noche;

dame, señor, el triunfo del óxido en las cucharas,

el gesto del hombre rústico

que prepara la leña

mientras el hijo ensilla su caballo;

dame la quietud de aquellas cosas

a las que nadie exigirá belleza alguna

ni respuesta, ni testimonio, ni milagro.

 

Si alguien encuentra mis venas, señor,

que las usen para sujetar

las puertas de las cantinas.

Que no valgan ni para llavero,

ni para esotérico amuleto

mis huesos.

 

Que si un perro desentierra mi corazón

nada descubra al pasarle la lengua.

Que siga, señor,

inalterado, su camino.

 

 

La tarea

 

I

 

El estrépito del alba es un alfiler en los ojos.

 

Ella te besa los párpados

y descubres que sigue allí

en su rutina de acompañarte.

Piensas escribir sobre el amor,

sobre dos desconocidos

que aprenden a tolerar la vejez mutua,

a tenerse piedad sin lastimarse.

Pero qué dirían al leerte

aquellos cuyos labios son tocados
solamente por la miel del abandono,

que dirían los maridos y las mujeres

que leen periódicos viejos en la mesa y no se hablan

porque nada tienen que decirse quienes fracasan al unísono.

Mejor escribir sobre la aurora.

Pero qué dirá aquella criatura

que ofrece caramelos a la luz

y el humo de los autos le da el calor de una madre.

 

¿Qué peso tienen las palabras en la intemperie,

cómo dibujar en un poema

los estómagos de las crías rodeadas

de botellas rotas?

 

II

 

Se ha terminado el café.

Entre estudiantes dormidos de pie

en las paradas de autobús

atraviesas el corazón de la ciudad.

Deberías escribir sobre las calles

gobernadas por orines

y perfumes de muchachas

que se arremolinan para dar su primera estocada.
Pero entonces qué dirían las colinas

asomadas a los lejos

como un reino sobreviviente de la niebla:

qué dirían las hijas que nunca llevaste allí
para que escucharan el crecimiento de las hojas,
qué dirían los caminos

donde el verde aguijón de los pinos

teje una espeluznante quietud.

Quizás debas escribir sobre los campos

que ya no conoces. Sobre los rebaños de cebollas

o el país que es un atado de chilca

que barre la madrugada de las calles.

Qué palabras usar para la patria,

para hablar de la escasa edad

de los que parten, amontonados en un camión

y dejan al niño con abuelos enfermos.

Cómo hablar de los rostros, cobrizos como balas,

que fabrican al país

y que nunca aparecen en los comerciales.

No hay palabras que balanceen en el pecho un puñal

o que se igualen al destello de un país

atravesado por jóvenes

de cuyas bocas surgen nombres de desaparecidos

ávidos como incansables cigarras.

 

III

 

Ante ti surgen manos

como sembríos de langostas,

como lenguas de terneros

que buscan la leche de la limosna.

Cómo hablar de ellos

sin que se vuelva incómoda

toda la poesía.

 

IV

 

Ibas por un sobre de café soluble

y has perdido el día mirándolos.

¿Quién podrá testificar ante la vida

si jamás le ha estremecido el frío de los ebrios

que duermen en comunidad bajo las bancas
con la noche guardada en sus gorras,

ignorantes del destino de los olvidados?

Pasaste sin alterarlos,

sin mezquinarles el ritual de la contemplación,
y allí, bajo el arupo ecuatorial

negado al otoño, pero deshojado,

hablaste el lenguaje más perfecto:

gemidos más puros que las sílabas,

sollozos que habías guardado

—por si acaso, nada más porque la miseria

te ha enseñado a ahorrar—.

 

Pero ni una sola página

ha sido escrita con las goteras de los ojos

mal construidos por las manos de un dios

que poco sabe de albañilería.

 

V

 

Has logrado empujar a la cima de tu alma

la piedra del recuerdo:

vuelves a ver aquella tarde,

la mano tatuando tu rostro desnudo,

un rebaño de luz o niños o palomas

corriendo a tus espaldas,

la sospecha fallida

de que no tendrías que abandonar nada más

y las polillas de la esperanza

estrellándose contra lo que debía ser tu espíritu.

Ningún perro ni amigo

había muerto aún en tus manos.

Ninguna amante se había avergonzado aún

de tus remiendos.

 

¿Qué palabras podrían devolver aquellos días

para obsequiarlos a los hijos de tus hijos

y a los que solo tienen en sus bocas

una sed de peces enfermos?

 

VI

 

Los caseríos tiritan de ausencia

y adivinas que es hora de regresar.

Allí espera tu morada, por suerte,

en la misma calle del sanatorio

y dentro la voz de la mujer

a la que perteneces

con su paciencia heredada del alba,

con su bondad extrañamente duradera

rehaciendo la geometría de tus venas.

 

Pisas el polvo mil veces pisoteado,

te descalzas, perdonándote,

y piensas quién querría cambiarte una estufa

por algunos de los libros que ya no lees.

 

Quizás, otra vez, valdría la pena el intento

de escribir sobre el amor, o de la casa

donde puedes regodearte

de tener una cama, pequeña y digna.
Pero el sueño siempre postergado,
ese amigo leal y cobarde del vencido,

golpea, mendigo, en tus párpados.

 

Y en la penumbra

eres apenas una espiga

arrasada por la guadaña del tiempo,

una estatua a la que acuden los recaderos de la ruina

para insistir:

debes seguir tratando

debes seguir tratando

debes seguir tratando de escribir

sobre la vida.

 


 

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