Kevin Villacís Larco | Extrañas costumbres del ser

Kevin Villacís Larco (Sangolquí, 1997). Escritor, periodista, productor de artes literarias y multimediales. Es licenciado en Comunicación Social con mención en Periodismo por la Universidad Politécnica Salesiana (UPS). Fundador de La Calamita Producciones. Participó en varios recitales poéticos en Quito, Pelileo, Ambato, Esmeraldas, Guayaquil, entre otras ciudades. Colaborador de El Ángel Editor; así como asistente de coordinación y logística en el Encuentro Internacional de Poesía en Paralelo Cero.

En 2020 participó en varios talleres de escritura creativa, entre ellos: el Taller de Xavier Oquendo Troncoso en Ecuador; “La clínica del poema”, en la Alcandía Municipal de Funza, Colombia. Asimismo, en el “Espacio urbano en las prácticas del ciudadano de a pie” en la Autónoma Universidad de Zacatecas UAZ, México.

Asistente de producción audiovisual del proyecto del Ángel Editor: “La poesía se toma la red”; ganador del concurso público “Cultura en Movimiento – Emerge 2020”, (Instituto de fomento de las artes, innovación y creatividades –  Ministerio de Cultura y Patrimonio de Ecuador).

Sus poemas y escritos aparecen en: Antología del XI Encuentro de Poesía en Paralelo Cero 2019; Espacio, Me Has Vencido – Antología de poesía hispanoamericana (El Ángel Editor, 2020); Uni-di-versos (El Ángel Editor, 2020); Voces Indelebles, antología de poesía erótica (2021); Brevestiario, antología de minificciones. (Revista Brevilla – Chile, 2021); Antología Hispanoamericana de Microficción en pequeño formato. (Editorial  EOS Villa – Argentina, 2021); Tras la Huella y El Legado del Bombardeo de Gernika (Fundación Ramón Rubial – España, 2022). Y en las revistas digitales: La Cintura De La Luna: Poesía Ecuatoriana Contemporánea. (Revista Liberoamérica. España, 2021); Cuando E.P. Thompson se hizo poeta; Rizoma, plataforma de poesía; y en La poesía del Prójimo.

Sus artículos periodísticos y de análisis literario han sido publicados en la Revista Utopía (N.97 a 107).

 

 

LA MUERTE DEL SEPULTURERO

 

Cuando murió, a diferencia de todos,

se pusieron más sillas de las esperadas.

Su hija se acomodó sobre el cajón

y comenzó a escribir poemas para sus amados.

Don Manuel le habría dicho

que después de su muerte

dejaría el oficio para ser cartero de dios.

Ella, sin dudarlo, escribió y escribió

tantos versos para su madre: que pronto

volvería a bailar con papá.

No estaba triste,

dedicó haikus

al pequeño colibrí que conoció

a las afueras de la luz,

recordándole que aún lloraba por su partida.

Recordando el día en que lo cremaron

en la alberca y todos los pájaros del mundo

asistieron de negro, hasta las guacamayas.

Nadie la miraba,

quizá escribía desesperadamente

porque sabe que todos

tenemos un poquito de ganas de morirnos

solo que aún no es el tiempo.

Al dar las tres de la tarde

el sepelio seguía vacío

y la hija cerró la última metáfora

con un beso de regaliz.

Se acomodó la falda negra,

pasó por el ojal un botón anarquista y

agradeció a todos los muertos

que asistieron puntuales.

A don Gelman, por hacer que su tío cante pío pío

un ratito mientras sonaba la marcha fúnebre.

A Pacheco, por no dejar que llueva.

A Bolaño, que envió a un par de detectives

para hacerse cargo del caso, aunque se quedaron

en la barra libre del cielo.

A Adoum, por leer el discurso de despedida.

y a Darío por hacer más azul que el azul

aquella tarde sobre la villa.

Así, Anagrama, la hija de don Manuel,

dijo adiós al hombre que enterró

a todos en el pueblo.

Se despidió en silencio y cerró la vida

que le sobraba en el cajón de atrás.

Ahora ella busca tristemente al culpable

de quitarle al mundo su enterrador,

su amigo, su “qué bueno que usted nos ayude,

los demás no saben trabajar por los muertos;

los otros son tierra y tierra y tierra,

pero usted, vuelve hermosos a los que se fueron

con sus picos y sus rosas a sembrarle

el suelo a los ángeles”.

Pero Anagrama desconfía

de los que se pasan de vivos.

Ahora va sola por Harlem

y por si aparece alguien familiar,

lleva su pala

en la cajuela del alma.

 

Extraído de Extrañas costumbres del ser. (El Ángel Editor, 2021)

 

 

CUENTAGOTAS

 

Como nosotros

estas palabras serán polvo

y tos cuando las leas.

Como nosotros

este aire será viento

y suspiro cuando te vayas.

Como nosotros

la vida se acaba.

 

Extraído de Extrañas costumbres del ser. (El Ángel Editor, 2021)

 

 

AQUÍ LLUEVE CADA DIEZ AÑOS

 

Ninguna lluvia nos confrontará mañana

-Margaret Randall

En el Valle de Irmand, junto al Zahara,

solo llueve cada diez años,

así las personas se reconocen

en pequeños charcos memoriosos.

Zahir, que de niño se conoció

por primera vez en uno de ellos,

esperó a que el tiempo lloviera

para encontrar a un joven

lavando la cara de un desconocido.

Su miedo lo atormentó diariamente

provocando una serie de pesadillas

que terminaban con un niño

siendo ahogado por otro en el oasis.

Diez años después se reencontró

en una fuente con un adulto

y reconoció en él los ojos de su padre

y el bigote del abuelo.

Dejó que la lluvia limpie

aquellas pesadillas que por décadas

lo acosaron e impuso un juramento

a los camellos que bebían de su reflejo:

“Me permitiré una próxima lluvia

solo cuando encuentre al verdadero niño que soy”

pero pasaron diez, veinte, treinta años

hasta que muerto de sed

abandonó las dunas en búsqueda

de otras arenas que detuvieran el tiempo.

Se vio lejos, entre sudores humanos

y alfabetos que no comprendió.

Bebió de otras fuentes y ninguna dijo haber

visto jamás a un niño como él, todos eran libaneses,

árabes, camellos y estrellas diferentes.

Llegó el frío y Zahir se lo bebió,

como último recurso,

pero una fiebre lo condenó.

Llegó a la casa de los enfermos

y un hada blanca con una cruz

en la frente susurró su condena.

Trajo la única lavacara plateada

con la que sanaría sus fiebres y se la puso enfrente

para que vea su demacrado rostro.

Zahir, desesperado, abrió su mente lento e inseguro

con el delirio acodado en sus huesos y memorias.

Allí se encontró,

tan joven e inocente

como la primera lluvia,

con fiebre de cuarenta

y un desierto en el pecho.

Allí sonrió y el hada blanca

anotaría la hora de su sonrisa,

la hora del deceso.

 

Extraído de Extrañas costumbres del ser. (El Ángel Editor, 2021)

 

 

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