ROBIN MYERS – EL BRILLO


Santa Rabia Magazine presenta, en versión de la escritora argentina Sofía Leibovich, el poema El brillo de la talentosa poeta y traductora joven norteamericana Robin Myers (Nueva York, 1987). Se licenció en Letras Inglesas en Swarthmore College, estudió poesía latinoamericana y actualmente vive en Ciudad de México. Fue nombrada Fellow of the American Literary Translators Association (ALTA) en 2009. Publicó los poemarios: Lo demás (2016), Amalgama / Conflations. (2016) y Having / Tener (2019).
 
 
EL BRILLO / THE GLEAM



Cavamos profundo en la tierra, Nina.
La trituramos.
No intentamos arreglarla.
Nos tambaleamos en círculos por debajo.
Atamos luces donde no hay luz,
haremos cualquier cosa para ir más rápido
de lo que podemos ir solos.
Apuntamos con nuestras armas a personas que no intentamos matar.
A veces las matamos.
Empujamos a nuestros hombres a un ring
y ellos se empujan hasta que sangran y se hinchan.
Hervimos vivas langostas.
Azotamos infieles.
Somos infieles.
Despellejamos ciervos.
Violamos a nuestros monaguillos.
Chocamos peatones, que mueren instantáneamente.
Morimos instantáneamente.
Cercenamos nuestras córneas con lásers.
Quemamos las huertas de nuestros vecinos,
cortamos nuestros muslos con rasuradoras,
les damos la espalda a nuestras hijas que lloran
cada día de todo el primer mes de primer grado
para que aprendan a dejarnos.
Damos a luz, Nina,
damos a luz incesantemente.
Destrozamos nuestras cutículas,
hacemos estallar montañas enteras,
olvidamos casi todo,
proporcionalmente hablando,
y decidimos quién tiene y quién no tiene derecho a vivir
en el nuevo y lujoso complejo de apartamentos,
y erigimos museos arriba de las ruinas
de pueblos masacrados, y marchamos con propósito
pasando al que aspira pegamento y convulsiona del otro lado de la calle.
Aspiramos pegamento,
y tomamos hasta decir cosas que no queremos decir,
e introducimos sondas en las tráqueas de nuestras abuelas,
y encerramos a chicas adolescentes en la parte trasera de camiones
con un colchón debajo,
y penetramos con tinta nuestras pieles, y perforamos nuestros rostros,
convertimos hielo en espuma, quebramos caballos,
los desaparecemos, desaparecemos a otros, mutilamos verbos,
y dejamos de lado las cosas infantiles,
e ignoramos a los hombres que amamos,
y hablamos del amor en tiempos que no son el tiempo presente,
y nos lanzamos desde aviones,
y flagelamos a nuestros hijos hasta que no puedan hablar nuestras lenguas nativas,
y tiramos nuestros residuos al mar,
y mentimos, Nina,
y apretamos nuestras manos alrededor de la garganta de lo que deseamos
hasta que tanto garganta como manos se ponen blancas.
Lo hacemos.
Pero también es verdad
que untamos manteca blanda sobre una rodaja de pan
con un cuchillo blando.
Les confiamos nuestros huesos a choferes de colectivo,
la parte de atrás de nuestros cuellos a peluqueros,
los lóbulos de nuestras orejas a las bocas densas
de amantes que quizás nos amen y quizás no nos amen
pero que nos tocan como si pudieran.
Rozamos la corteza del abedul con nuestros dedos
mientras pasamos.
Compartimos nuestra sangre,
repartimos chupetines a hombres adultos
para prevenir que se desmayen cuando terminen.
Cuidamos los brotes que crecen de las papas.
Esperamos.
Quemamos el arroz, comemos el arroz.
Doblamos las esquinas de libros,
buscamos un único rostro en cada rostro que pasa
y lo encontramos, o no lo encontramos,
nos arrastramos hacia arriba de la colina y nos deslizamos hacia abajo de la colina,
y cantamos con nuestros ojos entrecerrados,
y cerramos nuestras ventanas frente al desfile
para acostarnos juntos y escuchar todo lo que decimos,
y dejamos que el fuego de la casa haga de las suyas
con lo que poseemos.
Que no tenemos opción
no es el punto.
Anhelamos.
Confesamos hechos que no realizamos.
Lavamos nuestros pies.
Nos reímos hasta que nos duele.
Dejamos ir a la tortuga.
Estamos seguros de que tenemos razón.
Venimos, que es una forma curiosa de decir
que nos vamos,
con un goce que sería desolación
si no fuera tan gozoso.
Nos dicen que primero debemos aprender la alegría,
para que más tarde soportemos la desolación.
No.
Nos dicen que primero debemos aprender la desolación,
para que más tarde soportemos la alegría.
No.
Soportamos lo que soportamos.
No.
No sabemos lo que podemos soportar.
¿No?
No sé, Nina,
No sé.
He visto a un chico desplomarse
en una postura de rezo,
o traición,
o cartílago lastimado durante un juego de fútbol,
así que, ¿qué sé yo?
He visto a una mujer mayor arrancar sus extremidades
de un abrazo
en un gesto de rencor,
o pena,
o deseo pasado por alto,
o artritis reumatoide,
o añoranza por su madre,
o viejos terrores vueltos nuevos,
y ¿qué, Nina, podemos hacer?
Hacemos lo que podemos hacer.
No—
Conozco
a un hombre que,
hace años,
se cernía sobre el borde de la autopista
para sentir a los camiones pasar y emplumar
su cuerpo hacia atrás, para sentir el campo minado
entre la línea amarilla y sus dos pies.
La mina. El campo.
¿Cómo llega el cuerpo a donde el mundo
le dijo que no tenía que viajar?
Te estoy preguntando a vos.
Nuestras decisiones, al final, son pocas.
Amo a este hombre cuyo cuerpo dijo
que no quería
irse.
Y te amé a vos,
que te fuiste.
Amo, no amé, mi amiga;
perdoname.
Sabemos no lo que
hacemos,
como asombrados ante
el maíz verde brillando en el campo
como con un pie dentro de la mina.
Vamos, vamos, vamos,
Nina.
Brillamos.
 
 
 

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