BLANCA BERJANO – EN AQUELLA ÉPOCA

Santa Rabia Magazine presenta 5 poemas de la poeta española Blanca Berjano (Madrid, 1987). Atora del libro de poemas “Ratas en el alféizar”, publicado en junio de 2019 por Ménades Editorial. Sus poemas y artículos han sido incluidos en revistas feministas y literarias como Campos de Plumas, Pikara Magazine y Diagonal Periódico, así como en varias antologías que saldrán a partir de septiembre. Actualmente trabaja como profesora de español y literatura en un liceo francés de Mayotte, una isla al norte de Madagascar, donde está terminando su segundo poemario. El próximo curso comenzará su doctorado en Literatura Hispánica en Estados Unidos. En su escritura se refleja la diversidad de los lugares en los que ha vivido, como Portugal, Italia, India y Madagascar.
 
 
En el Castillo dell’ Ovo hay un huevo de piedra,
y cuenta la leyenda que cuando se destruya se hundirá la ciudad de Nápoles.
Pero el sol siempre se pone por el mismo horizonte, los pescadores siempre retornan al puerto a esa hora, en la que el mar es una brizna de azul y oro y el monte Pozzuoli difumina sus casas bajo una verde niebla; los árboles del malecón se tornan naranjas y en los ventanales de un edificio cualquiera se refleja el cielo, reverberando como un espejo.
Una fuerte luz dorada me salpica en la cara adormeciéndome…
El mar se contonea con la danza del vientre, un pájaro negro vuelva a ras del agua, las parejas se besan en el malecón del puerto.
 
 
Hay niños que se pasean sentados en sus cochecitos
y madres morenas con cara de pera y llanto.
Las luces de los altares son bombillas aladas
y los teléfonos suenan con el mismo soniquete
(pero no es el mío).
Hay niños y las motos corren altaneras
sorteando los carros y las madres,
pero aquí nadie se para.
Nadie se para cuando las motos hacen resonar sus motores
(algunos suben y bajan la misma calle una y otra vez,
buscando algo que nunca pasa).
La mujer fuma y empuja el carro,
el bebé se acuna a sí mismo con cara de rana.
Algunas barrigas se pasean con puro en mano
y cara de enfado.
Cuánta gente cabe en un callejón de piedra y cuesta.
Solo las caras extranjeras, como la mía, van mirando a cada lado.
Las niñas que ya tienen niños pequeños,
los balcones cercados por el moho de la fachada,
la madera carcomida de las puertas,
y todo el mundo se saluda, se mira
con ojos de vida.
 
 
Esta noche me acuno en el momento sigiloso de la verdad,
nada hubiera cambiado si hubiéramos dicho algo distinto (quiero decir, la confirmación de lo que yo ya sabía), y sin embargo, mi sentimiento seguiría siendo el mismo.
 
La Traición era aquella ciega que bailaba flamenco vestida toda de negro.
 
El orgullo
vencido por el peso del musgo
crecía en la roca
de granito,
que pulida como canto
rodado por el crepitar de la corriente
desciende, tarde o temprano,
para morir como el arroyo que desaparece en el camino.
 
 
En aquella época me recordabas a Cicerón, calvo como un garbanzo.
La orilla rebosante de medusas lilas impedía que nos metiéramos en el agua: las olas vomitaban medusas lilas.
Nosotras tenemos miedo del veneno que acecha con el ulular del búho; la marea sube y deja un montón de esos invertebrados semitransparentes esparcidos por la arena (al final mataron a las ballenas, o a los atunes).
Quisiera saber cuál es la roca que emana de la curva de tu cuello de Nefertiti, de gacela, amor mío.
La muerte de las ballenas (o de los atunes) no le da miedo a mi amor de cuello volcánico.
Oh, la corteza de tu piel es dura como la cola serpenteante de un lagarto.
Los ácidos críticos analizan y la loca Woolf se libera de los límites que ocultan el reflejo del cielo en la superficie del agua que se atrapa en la orilla: miles de cuchillos de lava petrificada se hincan en los costados de un océano.
Por qué seguir a las rocas en su labor difusa, en su efímera auscultación de pechos férreos,
por qué besar rocas de granito cuando tengo frente a mí lava volcánica milenaria.
 
 
Tenía veinticinco años recién cumplidos
y una melancolía (bilis-color-negro)
por la juventud echada a perder,
un recorrido por los surcos que dejó el agua al arrastrarse por la arena mar adentro,
como los ramajes que crecen en los manglares, como los corales fosilizados en la roca,
y solo era mía, y por eso le compré un bonito collar de esos que tiene la veterinaria de Combaní para chihuahuas; con piedrecitas brillantes rosas y amarillas, con lucecitas de neón de un templo hindú en la celebración de Ganesha.
A ti te pondré yo un altar y te rezaré,
por esa capacidad que tienes de aparecer-desaparecer, de velarme los ojos, de susurrarme frases-espirales, de encerrarme en el laberinto de Minos… ¿Acaso no eran los dioses a quienes más temíamos?
Me entrego a ti como mi abuela a las estampitas de la Virgen de Guadalupe, a aquella grotesca cornucopia de la Emérita Augusta postfranquista, con su foto de cuando sirvió de enfermera en la guerra y la de la gala del casino, con los trofeos de toro decorando los pasillos de la casa.
 
 

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