Créditos de la fotografía: Juan Andrés Montero.
Sobre el autor: Juan Carlos Olivas (Turrialba, Cartago, 1986) es uno de los autores costarricenses más reconocidos de la actualidad. Su obra ha sido ampliamente premiada y publicada tanto en países de América como en España. Entre sus títulos y reconocimientos más destacados podemos citar Bitácora de los hechos consumados (2011), que le valió el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría y el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua y El señor Pound (2015), Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013 (Nicaragua), ambos publicados por la EUNED, así como El manuscrito (2016), Premio de Poesía Eunice Odio; En honor del delirio (2017), por el que le fue concedido el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 (Ecuador) o El año de la necesidad (2018), que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador 2018 (España) y fue traducido y publicado en portugués.
Procesión
De niño me creí Jesús.
Asomando mi rostro a la terraza
vi la procesión que marchaba con velas,
tambores, rostros oscuros compungidos
y santos que se bamboleaban
custodiados por lanzas de soldados romanos.
La muchedumbre
pasaba frente a mi casa
y temblando adentro de mi manto
creí que era a mí a quien buscaban,
a quien listo se sentía
para la crucifixión,
el vituperio,
el martillazo en las manos y en los pies,
el hierro que se ahogó
con el agua y la sangre del costado
y una corona que recordara
lo sangriento de mi reino.
Pero no pasó nada.
La multitud siguió su rumbo
hacia un calvario ajeno
y la música aminoró su marcha
hasta volverse solo brisa.
Hoy contemplo un corazón
atravesado por espadas que yo mismo forjé;
y aunque la vida, y no Dios,
me enseñó a hacer prodigios,
en lo alto de esta cruz
retumba de nuevo esta frase en mi cabeza:
“Mírenlo, ese que a otros pudo salvar,
ahora no podrá salvarse a sí mismo”.
Los brazos de Venus
Posiblemente nunca los hallarán.
Sembrados, como raíces de fuego
en el lecho del mar
o como gotas de ira
sobre la tierra seca,
los brazos de la Venus de Milo
se detienen en la inercia de lo incognoscible.
Quizás la hayan soñado en la paciencia del cincel,
donde livianas heridas
recrean la percusión del golpe
y un nuevo rostro se humedece
mañana tras mañana,
repitiendo el agobio de las damas vencidas,
paladeando en sueños la manzana dorada,
hilando frente al burdel tardes enteras,
aplaudiendo a la sangre del sol
sobre playas de oleaje innumerable,
y a lo lejos el adiós,
los oscuros cormoranes
que se precipitan una última vez ante la luz.
Luego la oquedad,
la lentitud del musgo
que se alimenta de la noche.
Nada hay que pueda
reemplazar el sitio del abrazo,
y a pesar de no caer,
la estatua aun erige un pacto con la vida:
debajo de sus hombros,
más allá de la mofa y del dolor,
más allá del muñón y de lo incierto,
la Venus de Milo lleva en brazos
la belleza del mundo.
Lectura
Nuestra piel es una gran página en blanco;
el cuerpo, un libro
Irene Vallejo,
de El infinito en un junco
Vanessa está desnuda en la cama
y me ha invitado a leer su cuerpo.
Yo me acerco a tientas
porque el tacto puede más que la vista
y abro en su piel
las páginas que me sé de memoria.
Cada pliego que cruje como los pergaminos,
cada constelación que da inevitablemente a un sur,
cada épica batalla
donde otros han izado una bandera mustia.
Capítulo a capítulo
va entregándome la noche de su cuerpo
y me dispongo a buscar ínsulas en toda cicatriz,
hasta encontrar la propia,
la que yo mismo hice con las manos,
la que tracé como un límite
para plasmar en otros cuerpos mi historia.
Antes lo he hecho,
antes logré aplacar mi fiebre napoleónica
en territorios ajenos,
hasta ver devoradas por el fuego
las ciudades que tocaron mis pies.
Me queda solamente una lucha,
una última línea dispuesta
para esculpir mi nombre en carne o piedra.
Los imperios caen, lo sé;
pero los libros perduran.
Y ahora que nos leemos en silencio
crecen en el cuerpo del otro las palabras,
aquellas que no existen todavía,
las que han de brotar,
palpitantes y sonoras,
cuando nosotros no estemos.
Tijeras
Mi abuela dormía
con una tijera abierta debajo de la cama.
Decía que así evitaba el mal de ojo,
las envidias y las malas vibras.
Yo dormía con ella
en tiempos en que mi madre estuvo enferma
y su cama se me figuraba como una nave espacial
cuando ponía el mosquitero
y rezaba en otro idioma ajeno al mío.
Ella siempre se despertaba primero
y le ordenaba al sol que amaneciera.
Por eso a mi abuelo le impactó tanto
despertarse antes que ella aquel domingo
en el que irían a esparcir
las semillas de Dios por la mañana.
Así como durmió,
así la encontró muerta.
Su dedo índice apuntaba al corazón
y no pudimos acomodarle el brazo
cuando la pusimos en la caja.
Seguro quiso decirnos que allí estaba su casa,
en medio de un costillar,
un corazón de aire y sus tijeras.
Pero solo se nos ocurrió
colocarle en el pecho una Biblia abierta
subrayada en el salmo que decía:
“Estimada es a los ojos de Jehová
la muerte de sus santos”.
De esto ya hace mucho.
A diferencia de mi abuela,
yo no tengo ese par de espadas en cruz
para ahuyentar las pesadillas,
dejo que me coman vivo los recuerdos,
que un lapso lejano y monocorde
me tenga envidia por lo que aún no he dicho,
y escribo
para cortar en el aire
las blasfemias del sueño.
El sabor de la manzana
y me preguntó
casi me suplicó que le dijera
qué sabor tenía
la manzana
Ana Ilse Gómez
Aún recuerdo el sabor de la manzana.
Sobre mi paladar era una nube palpitante.
Su consistencia carnosa era capaz de redimir las piedras,
de sembrar una multitud de vástagos en lo hondo del sueño
para escapar, descalzos, del viejo paraíso.
No tienes idea, ángel mío, del placer que se esconde entre la culpa
al hundir el diente y devorar, desesperados,
el jugo de la ciencia y de la vida.
Vale la pena parir con dolor, arar la tierra,
llenarse la piel de cardos y malezas
por un trozo de aquella fruta primigenia,
de aquella joya umbría del jardín.
Ya deja de culpar a la serpiente, ángel mío,
y de sentir pena por mi cuerpo que envejece.
Si conocieras el sabor de la manzana
tus alas y tus ropas caerían a los pies del árbol
y sin mirar atrás,
me seguirías.
(Contra un cielo pintado; EUNED, 2021)