103. Año 10: PAULA CABRERA | Epifanía de cuatro paredes y una planta [Cuento]

PAULA CABRERA. Periodista, Licenciada en Comunicación y actualmente estudiante de la Licenciatura en Letras. Me dedico a la redacción SEO y creativa. Publiqué mi primer libro, Palabreríos, en 2023.

 

 

EPIFANÍA DE CUATRO PAREDES Y UNA PLANTA

 

Hace aproximadamente 5 años que ella se mudó acá. A estas cuatro paredes que forman este monoambiente que supo ser de su padre. Cuando él falleció, como toda sucesión, pasó a ser de ella, su madre y su hermana. Pero, aunque hoy le pertenece a la hija menor de la familia, la que vive es la hija mayor.

La realidad es que, apenas vino, lo hizo para salir de la casa de su madre. Como toda persona adulta acostumbrada a sus mañas y su independencia, no pudo sostener esa convivencia que había sido forzada por la pandemia. Así que cuando el inquilino se fue, ella llegó.

Entró como un huracán a dejar sus cosas. Si tengo que hacer memoria, no me prestó demasiada atención. Era de esperar, ella no venía acá porque estaba enamorada de mí, venía porque necesitaba salir de donde estaba. Así que cuando desarmó los bártulos que tenía y se dispuso a guardar todo para que el lugar retomara un poco esa idea de que había algo de espacio y volvió a salir, no me sorprendí.

A mí un poco me gustaba que volviera a haber gente. Estar vacío es triste. Persianas bajas, oscuridad interminable y un silencio que no descansa, excepto por los pasos en el pasillo, las voces del otro lado de la puerta que se distorsionan cuando se alejan y se intensifican cuando están cerca, el tr-tr del ascensor cada vez que alguien lo llama.

En mi ingenuidad, y capaz un poco de pensamientos preconcebidos, me imaginé que al ser una chica, me iba a llenar de vida, de flores, de colores, de amor. Pero no fue así. Con el correr de los días me di cuenta de que ella me usaba más como una guarida temporaria, un depósito de sus pertenencias hasta que pudiera volver a irse. Porque en ese entonces, ella solamente quería volver a irse. Convertirme en un hogar iba en contra de sus aspiraciones.

Así que, mal que me pesó, me tuve que acostumbrar a que a pesar de tener algún que otro mueble y un poco de luz natural cada día, el resto de mis ilusiones iban a ir a parar directo al tacho de la basura.

Hasta que un día… Voy a contar los hechos como los recuerdo desde que ella entró. Después de varios meses de haberse ido, pensé que no iba a verla más. Se había llevado todas sus cosas y acá había venido a vivir otra gente. La verdad es que yo a ella un poco la extrañaba, era tranquila y silenciosa, todo lo contrario a esta nueva familia. Pero bueno, cuestión que volvió y con ella cada una de sus cajas.

Cuando la vi me extrañé. No solo porque estaba distinta, sino porque… no parecía ella. Caminaba diferente, como si sus pasos pesaran más, como si trajera consigo algo que no quería soltar. Y su mirada… su mirada no buscaba nada, solo pasaba por encima de las cosas, como si el lugar le resultara ajeno. Como si no se acordara de mí.

Me enojé. Lo confieso. Me enojé un poco. Había esperado su regreso con esa ilusión tonta de los que no aprendemos que nada vuelve a ser igual. Pensé que iba a entrar y sonreír, que iba a notar las marcas que dejó en las paredes, los recuerdos flotando en el aire. Pero no. Caminó por el ambiente como si estuviera inspeccionando un lugar desconocido. Sin cariño, sin nostalgia. Casi con resignación.

Me pregunté si volvería a irse. Si esta vez solo era una escala, una parada obligada entre dos lugares donde sí quería estar. Confieso también que esta vez tuve el deseo de que se fuera. Su presencia, conocida, pero ajena me incomodaba. Ya no quería seguir siendo el lugar de tránsito de una persona que no estaba dispuesta a quedarse, quería a alguien que me eligiera.

Pasaron días así, de silencio incómodo y cajas abiertas a medias. Hasta que, de pronto, un día, cayó con una planta. ¡No se imaginan mi emoción! Al fin algo con vida dentro de estas cuatro paredes blancas que no habían visto ni el marco destartalado de un cuadro en años.

Pero la planta no era solo una planta. Era el primer gesto. El primer “me quedo”. La primera caricia. La raíz que empezaba a germinar.

Atrás de ella llegaron las fotos, algunos libros, las remodelaciones. Decidió cambiar el color de los azulejos del baño y de la cocina, pintó todas las paredes, colgó un par de cuadros. Era como si estuviera preparándose para recibir algo más, aunque dudo de que ella lo supiera en ese momento.

Yo la había visto esa tarde que se sentó hecha un ovillo en la cocina a llorar mientras se repetía a sí misma “respirá”, “respirá”. La había visto las noches enteras que no dormía y le pedía a quien fuera que estuviera del otro lado que por favor le permitiera conciliar el sueño. La había visto no comer, y sentarse horas en el mismo sillón en el que está ahora escribiendo en su computadora a mirar la nada.

Pero algo sucedió el día que atravesó la puerta con la planta. Como esa pieza negra del rompecabezas que nos cuesta encajar. Buscamos y probamos con todas las que tenemos al alcance de la mano, pero ninguna concuerda. Hasta que, de pronto, en ese intento que de antemano creemos que va a ser en vano, va y se acopla perfecto a las otras. Solo había que seguir intentando.

Ambos teníamos otra luz. Ella disfrutaba de estar conmigo y yo con ella. Pero creo que, como con el rompecabezas, la pieza final encajó cuando apareció él.

No sé quién es.
No sé de dónde vino ni cuánto va a durar, pero lo noté.
Lo noté en las risas que llegan por el pasillo cuando abre con él la puerta, en los aromas de la cocina, y en la mesa de luz improvisada que deja de su lado de la cama. Pero, sobre todo, lo noté en la manera en que me mira a mí, como si al fin me viera de verdad. Como si finalmente se sintiera en casa.

Hoy, después de todo lo que pasamos, sé que va a irse. Pero no como cuando se escapaba, se muda a un departamento más grande. No fue una sorpresa. Creo que es normal cuando el corazón empieza a llenarse, y se hace inevitable buscar más espacio para que todo eso que empezó a brotar tenga más lugar para crecer.

¿Me duele? Sí. Una vez que nos habíamos entendido. Que ella estaba cómoda y yo también. Me genera incluso un poco de envidia porque sé que esas nuevas cuatro paredes van a tener luz, y libros, y fotos, y plantas desde el primer día.

Yo voy a seguir acá, van a venir personas nuevas. ¿Va a recordarme ella? Yo sé que está lista para partir, dejarla ir es lo que me cuesta. Pero es mi destino. No soy más que un viejo departamento que vive períodos de luz y sombra, que durante esas sombras se contenta con escuchar voces en los pasillos, disfrutar del poco sol que se filtra por las rendijas de una persiana medio destartalada y mientras tanto esperar. Esperar a que llegue alguien más, alguien nuevo, alguien entero, alguien roto, alguien como ella.

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