113. Año 9: RAFAEL RAMOS | El rinoceronte

RAFAEL RAMOS, Ciudad de México, 1991, escribe poesía y narrativa. Ha participado en diversos talleres literarios de la capital mexicana, como los impartidos en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL). Se desempeñó durante cinco años como editor de uno de los periódicos con mayor renombre en México.

 

 

EL RINOCERONTE

 

Soy armadura, caparazón, coraza
que conoce las consecuencias.
Como otros, no pedí las formas
de mi cuerpo, el corazón impostado en mi rostro.
A veces, en mi familia más rigurosa
hasta llegan a heredar el doble: la medida
que el blanco y el negro crean en el tiempo.
La nuestra es una tragedia prodigiosa:
mi antepasado naufragó en las costas italianas
y solo lo pudieron apreciar por la imaginación grabada
de los deseos de reyes y órdenes sagradas.
Entonces el árbol genealógico cedió al peso de sus ramas.
¿Es un fruto o un órgano vivo lo que buscan?
Remedio, afrodisiaco, medicina
que destruye. La pasión peligrosa por el cuerpo.
Por eso es que en solitarios territorios me prefiero,
pero nadie parece ceder a mi tamaño
y en mis ojos, la mirada a punto de cerrarse
guardo toda la historia del hombre.

 

 

LA ABEJA

 

Dicen que desaparezco y me llevo conmigo la primavera,
que año con año me desdibujo
como polen yéndose en la causa del viento.
Pero toda la ausencia que me ponen a cuestas
la uso como ese motivo secreto
para la tarea que me corresponde
—incansable labor dulce y de protección—.
Pese a eso sé que me temen:
los niños juran una fobia desproporcionada por mi cuerpo.
Pero es solo una pequeña, mínima parte
la que angustia: la condición estéril
que me tocó en el mundo.
Y lo entiendo como las deformidades
que nacen en otros ojos.
Como mis alas, que en su pequeñez rebasada
no se supone que carguen mi cuerpo
y aún recorro los campos brillantes de flores.
El resto es pelo, patas, ojos,
rayas, amarillo y geometría,
— incluso reconozco el valor del cero
para saldar cualquier deuda — .
Y hasta al sol me le parezco cuando nos unimos:
en la repetición formamos un motivo,
un ruido inconfundible dador de vida,
la parte insondable del jardín,
una pequeña escala del mundo
en la copa de un árbol o la esquina invadida de la casa.
Entonces somos uno y confío
que dejamos un rastro
mucho más importante
que cualquier desaparición.

 

CUERPOS MENORES

 

El 24 de agosto de 2006, después de un intenso debate que se extendió por varios años, la Unión Astronómica Internacional definió que Plutón no cumplía con las características necesarias para ser considerado el noveno planeta del Sistema Solar.

 

Estuvo ahí arriba, con su masa siempre subestimada
hasta que no estuvo.
No de la misma forma
al menos
en la que aprendimos su lugar extraño
(su órbita desequilibrada que interrumpe la perfección geométrica).
O peor, no para quienes murieron creyendo que seguiría,
su descubridor o todos los niños que repitieron
una canción para memorizar su nombre.
Plutón, el más lejano
y por eso el más raro.
Extraño para los instrumentos más agudos
que tratan de entenderlo.
Casi como alguien sin lenguaje.
Sabíamos que giraba donde nunca llegaríamos.
Como el resto, con esa naturaleza colosal
que no hemos podido razonar del todo.
Pero todavía más lejos.
Masa y peso exponencial
que deja a los números llenar huecos:
dos siglos y medio en hacer
lo que nosotros en un año:
terminar la carrera de la vuelta al sol
desde el lento ciclo de la distancia.
Y nosotros que aprendimos
que somos diminutos en comparación de su tiempo.
Siempre nosotros y las decisiones
que apartan lo ya apartado.
Cuando descubrieron que no era como los otros
de pronto su definición no hizo sentido.
Pelearon, juzgaron, replantearon,
definieron, reclasificaron, cambiaron
lo poco que sabíamos:
la definición de planeta que los griegos,
en épocas de un espacio más sencillo,
solo alcanzaron a ver como objetos en movimiento
sobre un fondo de estrellas fijas.
Y de un día para otro lo que fue ya no era.
Le dieron nuevo nombre a la magnitud de su cuerpo.
Y por fin esa diferencia lo acercó a nosotros,
que hablamos más de 7 mil idiomas
pero nos conmovemos con lo mismo.
Hasta en su gran diferencia lo sabemos:
existe belleza, ese término tan nuestro,
en las singularidades:
como un ojo más claro que el otro, noche y día
en el mismo plano cansado de un rostro.
Como el color luminoso de las plantas, que sin saber su nombre
crecen victoriosas entre el riguroso gris de las ciudades.
Como la majestuosidad del elefante,
que ocupa firme su lugar en la pequeñez relativa del mundo.

 

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