Nuestro colaborador, el poeta uruguayo Jorge Palma prepara un dossier de poesía argentina contemporánea. Leemos en esta entrega al poeta LEOPOLDO CASTILLA. Leopoldo Castilla nació en Salta, Argentina. En 1976 se exilió en España donde vivió durante 21años. Actualmente reside en Buenos Aires. Ha publicado 28 libros de poemas y numerosas antologías de su obra en Latinoamérica, Europa y otros países. Es autor también de once libros de narrativa y ensayos. Poesía suya fue traducida al inglés, francés, griego, italiano, sueco, alemán, portugués, chino, turco, macedonio, árabe y ruso. Recibió premios y distinciones nacionales e internacionales. Fue condecorado en la Universidad de Carabobo de Venezuela por el conjunto de su producción. En su país el Primer Premio Municipal de Poesía de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, bienio 19981999 ; el Primer Premio de Poesía año 2000 del Fondo Nacional de las Artes ; En 2003, Libro de Oro del año instituido por Fundarte por Libro de Egipto; en 2013 el Premio Esteban Echeverría, con el voto de escritores de toda la Argentina ; en 2014 el Premio Konex, el Premio Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional por toda su trayectoria y el Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora que otorga el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Venezuela. La Academia Argentina de Letras distinguió Tiempos de Europa, como el mejor libro de poesía publicado en el trienio que va desde 2013 al 2015. Además, fue galardonado por toda su obra con el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía año 2018. En 2019 fue nombrado Miembro de Honor de la Academia Nacional del Folklore de su país. En en el mismo año fue galardonado con el Premio Carlos de Honor que otorga la ciudad de Carlos Paz, de Córdoba, Argentina, por su obra y por su acción en defensa de la naturaleza. En el 2022, en Salamanca, España, se le confirió la Medalla Fray Luis de León de la Poesía Iberoamericana, por toda su obra poética. También en este año, en Huelva, España, la Asociación Cultural Iberoamericana lo premió en reconocimiento a toda su trayectoria. Es Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Salta.
Del libro Baniano (1995)
SUDESTE
V
¿Quién puede decir que estuvo
en lo desencadenado
en estas tierras de mutación
donde los cadáveres brotan de sus flores?
Como el inmortal baniano
ese árbol pariéndose
a sí mismo,
deudo y difunto simultáneo
así el muerto
come y bebe
en la fiesta de sus funerales.
Aquí la unidad es el laberinto
y no hay un solo nacimiento
en tanta resurrección.
Número contra número
he visto, no más caer,
mi semen
devorado por las hormigas,
en el fondo del mar
a los corales
detenerse en el rayo
y en un río de la jungla
al agua suicidarse
vomitando fuego.
Todo extinguiéndose para salvarse
de esta plenitud, de esta alegría
que con delicadeza
ovula el exterminio,
mientras los árboles olfatean
la fiebre de la transmutación,
su largo día,
y suenan altísimos de modo
que no toque tierra la noche.
Esas fosforescencias somos nosotros
viviendo en la distancia que hay
entre el pez yendo a ser hombre
entre el hombre
yendo
a ser pájaro
todos con su verdadero cuerpo ausente
como la arteria suelta
de la libélula roja
o el Phra Ruang
el pez transparente de Sukhotai
ánima en el agua
donde pestañea su esqueleto.
Nadie puede decir que estuvo
sino suspenso
en el lenguaje de la selva
igual que un ciego
en una jaula de mariposas.
Ni siquiera este muerto podrá partir
aunque le ofrenden gotas de agua
para que vuelva
por las claridades
aunque suene el gamelán
para que escuche
la forma de la tierra
o le prendan fuego al toro
negro y dorado
que lo contiene.
Cada llamarada trazará un tigre
quemándolo,
una víbora que salta
como un nervio entre dos luces
por la hoja del banano
y se iguana en un río
se martiriza en una garza
hasta que la jungla
la disuelva en sonido.
La selva se encierra con huidas.
De la forma del muerto
sólo queda este humo que entra en los pulmones
como un cielo que se descerebra.
Y un ausente
que ha florecido el fuego.
INDIA
XIX
A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos
La brasa de la luz
y la carne
dilatando los hombres, afeminando el barro
hicieron Benarés.
¿Hay un sitio
donde se una lo sagrado y el cuerpo
que no sea en el asombro
de ir desapareciendo?
¿Quién sino el hombre que huye
de su propia distancia,
que se va quedando en lo que ya se ha ido
puede,
sin ver su llaga,
mirar un río?
No hay como su sensación
templo tan profundo
que deshunda el agua,
ni inmensidad
como la de seguir naciendo
para perder futuros.
Como el río.
Aquí viene a morir, en una casa azul espera
que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.
Junto a su mujer anciana
secreteándose
comen sus huecos,
intersticios de su historia
pedazos de un pan
que nunca podrá ser dividido.
Ella lo ayuda:
si ocupa todo el recuerdo
le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,
su jarro, su nombre, su sombrero
(todavía está imantado)
y lo lleva al Ganges
para que alce el agua y la aplauda
y la deje caer en la luz
pues para cruzar el infinito
hace falta una infancia.
Junto a él, otros, van perdiendo su alguien
(también su alguien pierde
el que pide salvarse)
Todos
lámparas
con el agua al pecho
entre la vida y la muerte
perplejos
en un fuego sin instantes
hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad
que unge el río
y tiemblan
de tanto adiós sin salir de la carne.
¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle
y el niño
que flota
sin luna, en el fondo?
No es la muerte
sino la forma
en que los abandonó el espacio.
¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas
que, antes de prenderle fuego,
da vueltas alrededor de su madre,
que no sea señalar un sitio
pues no hay sustentación
ni pierde distancia lo que cae?
Y entre la muerta
sin fondo, en su mortaja
y el esposo que se afeitó los cabellos
para despedirla
qué se rompe
sino un relámpago
y cada uno vuelve a su soledad
de no ser ni solo
pues a la muerte la une la asimetría.
Ese cadáver que pasa sobre la corriente
con un pájaro vivo
parado
sobre la profundidad de su cabeza
flor de agua
va como el río
de cuerpo presente
en su ausencia.
¿Dónde está Benarés
sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,
cruzando el día
como apagones, haciendo noche
en la fosforescencia,
buscando camino donde sólo hay señales,
cada uno en su espejo
para que el otro no se vea, llamando dios
a lo inestable
queriendo llenar la velocidad
con una piedra
hasta llegar a Benarés
y hundirse en el río
para acabar en alguna forma
y ser uno la salida
a la que nunca llega.
Y el hombre le dice al dios:
esta es mi carne
la única que te queda.
Desde el río se ve el humo
sólo hay una orilla
donde el muerto comienza.
Esa nube es él. Ahora se ve cómo
se sentía
y cual era la forma que se desorientaba
en la forma que él era.
Ahora no importa dónde arde.
Tampoco en la vida
tuvo dentro ni fuera
ni lo retuvo un sitio.
Lleva una luz que la luz no toca.
No se detiene
porque todo lo atraviesa.
Lo dan al río. Se lleva
el agua sus cenizas.
Agua sin agua sentirán que llueve
cuando nunca vuelva.
Del libro El amanecido (2005)
LA MESA DE MIS DIOSES
A Pedro González
Bebo con mis dioses,
con Xangó, dios del trueno, protector
del ebrio y del amante,
a quien he visto desimantar a las bahianas
marearlas
como si dentro les copulara una bandera,
que descendió en mí en Santiago de Cuba
por obra y gracia de Orula y de un babalao
cenizo
de cruzar la suerte de los hombres.
Bebo con Vishnú a quien no pude despertar
de su lento absoluto, cuando ascendiendo
una escalera enorme
lo vi yacer, sin mundo,
como una luna esperando el regreso del cielo.
Fue en Bali esa visión. La tierra
desaparecía
devorada por sus delicadezas.
Ofrendo y bebo con la Pachamama, porque le pertenezco
arbolito que yo soy y nunca alcanzo
río que me llamo y nunca vuelvo,
y con el Señor del Milagro,
que brillaba como un fruto
en el terror
en el luto
y el espejismo del alma de mis abuelos.
En la mesa, desnumerando, como suelen,
está el duende, con su mano de lana
y su mano de hierro
cicatrizando sus ojos debajo de la higuera.
Y el diablo, pobre hombre, aparecido en otra dimensión,
tahúr,
que sólo como música puede entrar a este mundo.
De pie, a mis espaldas, está mi muerto. Lo desconozco.
Me dijeron “es alto y tiene el pelo blanco. Lo cuida.”
Un extraño condenado a mi suerte,
un plenilunio de mi cuerpo. Y es que otras formas duran
para sostener tu forma
y están vacíos todos los nacimientos.
Y estoy yo, ateo, sin iglesias,
milagroso.
Y en otro rincón, también yo, con siete años,
mirándome mirar
los sentires de mi madre
y a mi padre ardiendo,
maravillado,
herido
entre cantores difuntos.
Unos recién naciendo,
otros, en la muerte,
maldormidos,
nos amanecemos
aunque nunca llegue el día.
Estamos todos ocupando todo.
No falta nadie.
Y, sin embargo, la mesa está vacía.