ZAIN HUSSEIN. Es un poeta y escritor iraquí, nació en la capital, Bagdad, en 1994. Tiene un doctorado en Literatura Moderna de la Universidad Al-Mustansiriya y trabaja como profesor universitario en la Universidad Técnica de Bagdad. Recientemente publicó su primer libro de poesía titulado La Primavera de los Bárbaros, un poema extenso que pertenece al estilo de “poema/libro”. En la presentación del libro, el poeta iraquí Mohammed Mazloom destacó que, aunque éste es el primer libro de Zain Hussein, comienza donde terminan las grandes experiencias, aquellas que optaron por la innovación sin renunciar a la autenticidad y que se conectaron con la herencia para crear una carga nueva y diferente en la poesía árabe. El texto de La Primavera de los Bárbaros se caracteriza por su longitud y complejidad, abriéndose a formas diversas y múltiples voces. Evoca figuras como Gilgamesh y Al-Khidr, quienes atestiguan lo que el poeta observa en un mundo terrenal o subterráneo. Entre sus publicaciones como ensayista destacan La fortaleza hermética: análisis de las referencias cognitivas en la experiencia de Mohammed Mazloom, El legado del transgresor y Las poetas del amor divino en el islam.
LA PRIMAVERA DE LOS BÁRBAROS
– Fragmentos-
1
Noche / Exterior
El perro aúlla protestando
contra la luna
que rompe la ley de la oscuridad.
A su lado, Gilgamesh desgarra los harapos de los relatos
de sus ropas, humedecidas por la historia.
Se sienta en la orilla opuesta al santuario de Al-Jidr,
enciende una vela de recuerdos en un río de petróleo,
como lo hacen las mujeres
cuando cuelgan sus deseos ardientes en el hilo de una vela
y los dejan bailar en el agua,
una danza fúnebre.
¡Oh, Jidr! Bebiste el agua de la fuente de la vida,
la nube secó sus lágrimas
sin buscar,
sin cruzar los desiertos,
sin cortar los lazos de la hora oscura
mientras escalas el tiempo,
sin acariciar con tus talones las superficies de los ríos,
y sometes los matorrales con tu vara.
Guíame, oh Jidr…
porque ya no queda secreto en los pozos.
No es casualidad que fluyas
como vecino del río.
¿Es acaso casualidad que estés junto al Tigris?
¡Oh, Tigris de bondad, sediento acudo a ti!
Vengo de una era de ríos de ceniza.
He venido, oh Jidr,
y en mi camino
me encontré con Dhul-Qarnayn,
jadeando en el desierto de su extravío,
su rostro goteando espera,
en todas las calamidades me observa expectante.
Le dije: “¡Oh, Dhul-Qarnayn, este es el (garaje del Nahdha)
La separación entre tú y yo.
No podrás soportar conmigo hasta el alba.
Estas son las millas de tu extravío,
agítalas con los punteros del reloj cuando el día te muerda.
Aquí estoy, he venido solo.
Guíame, oh Jidr.”
Día / Exterior
En una mañana de julio,
el sol estampó su imagen en el río,
despertó los bosques de mi esperanza reseca
sobre tu minarete.
Mi bastón me sostiene,
señalo con mi dedo índice
hacia tu cúpula verde, ¡oh Jidr!,
que parece un pecho
cubierto de musgos de textos fluidos.
Construyo, a partir del arco de la interpretación,
la extensión de las mentiras,
y cruzo hacia tu orilla, habitada por mujeres y niños,
masticando sus esperanzas
después de que las historias los masticaron a ellos
y los escupieron como números
en las páginas de tu crónica.
Una hoguera llevo en mi pecho,
su combustible son las mujeres y las piedras.
Sale de mi boca un aire caliente
cada vez que las mujeres lanzan piedras
al fondo de mi súplica.
Empaco las maletas de la interpretación
con los labios de los transeúntes,
y enrollo el silencio como equipaje
para las ciudades del eco.
Me refugiaré en las tablillas de la creación.
No hay salvación para ti.
El viento desgarrará tu bandera
y el diluvio arrancará la raíz
de tu permanencia en los relatos.
2
[¿A dónde te diriges, oh Gilgamesh?
La vida que buscas no la encontrarás.]
Me desvié hacia el camino de Hades,
pero llegué a la Puerta de Al-Muazzam.
En mis manos tengo una brújula, un bastón
y un diccionario repleto de insultos.
En la Puerta de Al-Muazzam,
las personas se entienden entre sí con insultos;
los lanzan como mariposas al viento.
Locos escriben la crónica de la audición
con su silencio sabio,
y borrachos saludan las aceras
después de que los expulsaron las tabernas baratas.
La tierra se refugia en su penumbra
y el mediodía extiende su sol
como un mercado de poesía sobre sus pieles.
Las sombras de los transeúntes desfilan sobre ellos,
como las estrellas de Hollywood frente a las pantallas.
Entono el himno de la llegada
y con voz temblorosa recito una oración de lluvia:
¿Puedo entrar, oh señora mía? ¿Puedo entrar, oh Siduri?
He venido como visitante,
reconociendo tu derecho y tu verdad,
refugiándome en ti…
me presento ante ti obediente.
He venido de la era de los ríos de ceniza.
¡Oh, Bagdad!
Ciudad de tabernas acogedoras,
¿Por qué veo a Al-Nuwwasi vagando por las aceras,
con dedos mutilados,
sosteniendo con medio puño su copa llena de polvo?
No hay agua limpia que verter sobre tu frente, oh tiempo,
para derramar el llanto de tus lágrimas.
Dame de beber, oh Siduri, el vino,
y haz que mi cabeza recorra los campos del éxtasis,
errante, corriendo sin dirección.
3
El lamento de los iraquíes es un arrepentimiento
que comienza con llanto y termina en disputa.
Salgo de la taberna como quien sale de su tumba, aterrorizado,
sacudo el olor de las víctimas
de un periódico que cuelga en el bolsillo de las crónicas,
y camino descalzo sobre vidrios puntiagudos,
restos de un cielo roto
que los eruditos destruyeron con sus tradiciones,
hasta que los textos se inflaron.
En Bagdad hay un puente de los mártires,
que los transeúntes toman como ascenso
hacia ciudades marchitas
que Dios embalsamó en su museo.
Un río fluye debajo de él,
enterrando linajes de soldados
que escaparon de los diccionarios de la guerra.
Sobre el puente de los mártires,
los cuervos vuelan a baja altura,
buscando hígados en cadáveres flotantes
que arrastró la historia.
Niños juegan y escupen al río,
viendo el reflejo de sus rostros en el cielo.
Me detengo en la orilla de los exiliados y grito:
“¡Oh, Salem Al-Marzouq, llévame en tu barco!”
Crúzame hacia las riberas del lenguaje
construidas por los basoríes y los kufíes,
quienes erigieron sus murallas
sobre los restos de tribus y textos consagrados.
Navega conmigo por los abismos del significado,
buscando agua en los ojos de las madres
o el eje de las fuentes,
no importa; los significados sólo se encuentran en los hogares,
como si convirtieras una bota militar en un zapato deportivo,
o reciclar preguntas para crear un ciclo de supervivencia.
Los ríos son la boca desdentada de las ciudades,
no mastican los esfuerzos, pero besan a los viajeros.
En Bagdad hay un puente de los mártires y un monumento al mártir.
Entre ambos se extiende una cuerda de delatores,
un sendero que los bárbaros oscilan,
mientras los invasores lo enrollan alrededor del cuello de la verdad.
En Bagdad hay una institución para los mártires
que gestiona sus asuntos:
“Muere, y tendrás una casa, un coche, un salario generoso
y un lugar en la escuela.
Lo único que necesitas es morir.”
——
Llegaron los bárbaros
—nunca se habían ido, pero han regresado—
al ritmo de los aplausos de la multitud.
El elogio fluyó como sangre negra,
dibujaron con ella sus mapas
y dijeron: “Ese país fortificado ya no está fortificado.”
Arropé mi elegía en el lecho de mis lágrimas,
me lloraron las ruinas del país.
Se desplomó el tercer pilar de la tienda
sobre la débil cabeza de las narraciones.
Se fundió el significado con el significante,
y las líneas del frente nos expulsaron
del libro de la vida:
un silencio de espejos.
Ese país fortificado ya no es un país,
es una estrella agonizante en los desiertos,
cuyas cenizas se dispersaron como canas,
tiñendo las noches inmóviles
y resonando como eco de los gritos de las ciudades
que fueron construidas por el choque de espadas.
——
¡Oh, Dios…!
El ser humano inventó el fuego para alimentarse, protegerse del frío, y para muchas otras necesidades; pero al mismo tiempo lo usó para la guerra.
Te hablo ahora, Dios, desde el fondo del infierno,
ese que llaman Tierra, donde los humanos se matan unos a otros.
Te ruego que extiendas tu mano, esa que está sobre todas las manos,
y prives a la humanidad de cualquier poderque contribuya a su tiranía.