Antonio Rivero Taravillo | Kintsugi

ANTONIO RIVERO TARAVILLO (1963) es traductor de muchos de los más importantes poetas en lengua inglesa (de Shakespeare a Yeats, de Hopkins a Milton), novelista, ensayista, autor de libros de viajes, biógrafo de Luis Cernuda y de Juan Eduardo Cirlot, pero por encima de todo poeta. Ha publicado diecisiete libros de poemas, el más reciente de los cuales es Suite Irlandesa (Colección Vandalia, 2023). Entre los premios que ha recibido están el Comillas y Antonio Domínguez Ortiz, ambos de biografía; el Ciudad de Lucena-Lara Cantizani de Poesía por Los hilos rotos (2022); o el Rafael Pérez Estrada de Aforismos por Especulaciones ciegas (2018). Dirige la revista Estación Poesía, de la Universidad de Sevilla, para cuyo máster de creación literaria coordinó el módulo de poesía en su primera edición.

 

 

 

TARDE DE MAYO

 

Cae la tarde.

Cansada y ya sedienta,

se ha ganado su vino.

 

Me siento con un libro y mi cuaderno

y salgo a la tertulia de los pájaros,

igual que las campanas a lo lejos.

 

Verso, gorjeo, tañido

son solo uno.

Y vuela.

 

Por el azul ya huérfano

nos seguimos en corro hacia la noche,

hacia el silencio.

 

 

ROSARIO CASTELLANOS (1925-1974)

 

Sus fechas son las mismas que abatieron

y sembraron la vida de mi madre.

Su muerte es un ciprés que crece al lado

de su idéntico mármol que no olvido.

 

En la Ciudad de México, entre mangos

y duraznos nacieron las que ahora,

después de florecer los naranjales

juntas cimbrean el firmamento último

 

que da sombras y luz, la noche, el día

al verso que las une, innecesario

testigo de sus vidas paralelas

y su muerte curvada como alfanje:

 

una breve guirnalda entrelazada

que aquí ciñe mi cuello con asombro.

 

LA GAVIOTA

 

In memoriam José Luis Parra

 

El ventanal inmenso, atlántico:

esa pecera

en que nadaban las gaviotas.

Las deliberaciones, los votos

en que unos jóvenes se jugaban un premio

igual que una bandada los relumbres

húmedos todavía, plateados.

 

Hablábamos con parquedad,

tú deseando

encender de nuevo un cigarrillo.

En la página azul y transparente,

una gaviota,

carne orillada ante su playa,

ya adivinaba su pitanza:

al otro lado del cristal, la vida.

 

Como un rayo de luz cruzaste sin romperla.

 

KINTSUGI

 

Se me ha roto la tapa

de la tetera.

 

Sus tres trozos rodando por el suelo

más la nave nodriza, naufragados

¿no parecen humanos, resistiéndose

a ser desportillados restos, sombras?

 

No tengo oro para unirlos

igual que en el kintsugi japonés

que da prestigio culto a este pequeño

doméstico desastre,

o al menos al poema que lo cuenta.

 

Ha quedado bien, pese a todo,

y no distingo ahora grieta alguna.

Tiene años ya la porcelana,

como yo.

 

No estamos rotos:

la he pegado con cola y con miopía.

 

VERSOS, ÓRGANOS

 

A Piedad Bonnett

 

Un río con meandros (no un caudal recto),

la muerte entierra semillas enigmáticas

y una tragedia puede aminorar otra tragedia.

Donde se eleva un ave aterriza otro pájaro

y de la nube huidiza un sol tímido asoma.

 

La juventud perdura cuando no se envejece

y su recuerdo es neto, diáfano, pletórico,

aún en el acné que nunca ya

conocerá las canas

cayendo, como él, en las mejillas.

 

Daniel se fue, Piedad, pero se queda

tan vivo entre tus páginas… Los versos

lo mantienen con vida

y todo el memorial serenamente

contrarresta su impulso. Permanecen

 

su cuerpo, mutilado como planta

que cede sus esquejes a otro terreno,

vaciado por el bisturí

en un sacrificio ritual

que en este caso es sin crueldad, con amor;

 

el alma trasplantada a los poemas,

inspirando sus órganos la existencia en otros,

latiendo, viendo, respirando,

y en todo la unidad por otras vías,

si dolorosas, con recodos. Serpenteantes.

 

Cementerio de Greenwood, Brooklyn,

donde no están sus córneas.

Con los ojos cerrados, Bogotá.

 

 

 

 

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