MARINA AOIZ MONREAL (Tafalla, Navarra, España, 1955) Licenciada en Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra, se acercó a la Mitología en la Universidad de los Andes, Venezuela, con el pensador José Manuel Briceño Guerrero y estudió Gemología en la Universidad de Barcelona, entre otros aprendizajes. Ha publicado los poemarios La risa de Gea (1986); Tierra secreta (1991); Admisural (1998); Fragmentos de obsidiana (2001); El libro de las limosnas (2003); Edelphus (2003); Hueso de los vientos (2005); Don de la luz (2006); Donde ahora estoy en pie frente a mi tiempo (2007); Hojas rojas, (2009); Códigos del instante (2009); El pupitre asirio (2011); Islas invernales (2011); Génesis (2011); la antología bilingüe Mirar el río/ Ibaiari begira (2015); Embalaje (2017); y Sarcófagos (2019), algunos de ellos premiados en diferentes certámenes. Es autora del cuento bilingüe La tribu del Perenquén (1999). Ha colaborado en varios libros de investigación sobre naturaleza, arquitectura rural e historia de su localidad natal. Parte de su obra poética está recogida en una treintena de antologías y publicaciones colectivas en España, Alemania, Francia, México o Argentina, y ha sido parcialmente traducida al alemán, árabe, euskera, francés, inglés, portugués y náhualt. La doctora María Payeras Grau ha estudiado sus tres primeros libros que conforman la trilogía de la Tierra; Carlos Primo Cano, la incluye en su estudio El oro de un crepúsculo sombrío: Caravaggio en la poesía española contemporánea; Jaime D. Parra la suma a “Las poetas de la búsqueda”; la doctora Isabel Logroño Carrascosa, dedica considerable número de páginas a su obra en el libro Búsqueda de identidad. Poesía en castellano escrita por mujeres en Navarra (1975-2017), editada por el Servicio de Publicaciones del Gobierno de Navarra en 2018; y la doctora Consuelo Allué sostiene que Marina Aoiz “escribe para que no se deshumanice la vida”. Sitio web: www. marinaoiz.com
Tres poemas de Odola (Santa Rabia Poetry, 2022)
ME DISTE LAS ROJAS BAYAS DE LA SABIDURÍA
y las mastiqué muy deprisa. No las saboreé.
No. Tampoco construí mi casa sobre la roca
ni atendí a los caprichos del águila.
Fui feroz conmigo. A dentelladas
ascendí hacia la cima del desacato
hasta profesarme monje en este desierto.
En el agujero inhóspito
el veneno de las bayas maduras
comienza a hacer su efecto y al fin veo.
Dile a tu corazón que nunca fui perverso.
MAMÁ, LOS BÁRBAROS SE HAN INSTALADO
en el primer piso de mi corazón.
Cometen atrocidades cada mediodía
mientras abrasan la comida
y el humo penetra por los pulmones
sin dejarme respirar.
El humo oscuro de las palabras renegridas
que pronuncian los bárbaros.
Mamá, ellos gritan, amenazan. Mienten.
Atosigan, invaden, perturban
la paz de esta comunidad de vecinos.
Quisiera echar a volar por la ventana,
mamá, con alas de alondra tímida.
Cada resquicio, cada apertura
está clausurada. Se desmorona
el edificio del corazón, mamá,
y quiero poner a salvo a los bárbaros.
Sus inquinas, sus barbaridades… ¡Mamáaa!
TAMBIÉN YO HABITO AHORA
el espacio de los bárbaros.
Quemo la comida con la madera de los muebles
y grito palabras terribles por las rendijas de la celda.
Pretendo domar el recuerdo de la intemperie,
asesinar a las negras mariposas del presagio,
reconducir el arroyo de los desagües,
sangrar al drago, tatuarme el alma.
Bárbaramente consumo amargos brebajes,
desperdicio los segundos sin oficio ni beneficio,
recorro a brincos las tapias del inmueble en ruinas:
la catedral del silencio.
En las lindes de los bárbaros adoramos al fuego.
Quemamos. Todo lo quemamos.
Cauterizamos las heridas del corazón
con puras brasas y luego
ya no sentimos los arañazos del hambre.
Los bárbaros, mamá,
chupamos limones bien ácidos
después de los incendios.
En el rumor de la noche
cada una de las barbaridades
suena a estridulación
de negros ángeles escapados
de los grafitis de las calles grises.
Estoy con ellos, con los bárbaros,
yo quiero quemar los restos del día,
los restos de este dolor antiguo
creciente de cenizas.
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