Néstor Mendoza (Mariara, Venezuela, 1985). Poeta, ensayista y editor. Licenciado en Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura (Universidad de Carabobo). Cursó estudios de posgrado en la Maestría en Literatura Latinoamericana (Universidad Pedagógica Experimental Libertador, UPEL). Editor de El Taller Blanco Ediciones. Ha publicado, hasta ahora, cuatro poemarios: Andamios (Equinoccio, Caracas, 2012), merecedor del IV Premio Nacional Universitario de Literatura 2011; Pasajero (Dcir Ediciones, Caracas, 2015); Ojiva (El Taller Blanco Ediciones, Bogotá, 2019), libro que cuenta con una edición alemana: Sprengkopf (Hochroth Heidelberg, 2019), con traducción de Michael Ebmeyer; y Dípticos (Editorial Seshat, Bogotá, 2020). Finalista del I Concurso Nacional de Poesía Joven «Rafael Cadenas» 2016. Fue seleccionado entre los tres finalistas del XL Premio Internacional de Poesía «Juan Alcaide» (Ciudad Real, España, 2021). Compilador de la antología de poesía colombiana Nos siguen pegando abajo (LP5 Editora, Chile, 2020). Forma parte del consejo de redacción de la revista Poesía (Valencia, Venezuela) y del equipo editorial de la revista bilingüe Latin American Literature Today (LALT), editada por la Universidad de Oklahoma. Actualmente reside en Colombia.
XVIII
Este es el sitio de los desafectos.
Hubo tiempo, desde luego, para el suicidio.
Las navajas fueron utilizadas para
interrumpir el curso de la sangre.
Los balcones sirvieron de acantilado.
Algunos eligieron la breve soledad
de una habitación, lejos de hijos,
de esposa, lejos de madre y padre,
para la decisión definitiva. Eso era todo.
No se puede creer que el descenso elegante
del huevo provoque esta actitud de efigies.
La saciedad no significa la anulación del hambre,
no siempre quita el silbido de los estómagos,
estos estómagos, aquestos estómagos vacíos,
están vacíos, muy vacíos, estos estómagos
de los espectadores de todo lo que cae en forma
ovalada, otra vez, esta vez, el ruido y las tantas
formas de perder la vida con una sola detonación.
El hambre no era ganas de comer
sino la tristeza de estar solo y hambriento.
La rebelión de bolsas abiertas y dispersas
en el camino que no parece llegar a ningún lado,
salvo a otras bolsas igual de abiertas y dispersas.
Y los que buscan y encuentran son tan iguales
a los que no buscan y no encuentran nada, salvo
algún fragmento o vestigio que resguarde un
bocado a la hora del almuerzo o la calma ya
resignada de buscar una botella para llenarla
y agitarla con ambas manos para que desprenda
ese sabor que abajo se aloja, sabor rojo de salsa
olvidado allá abajo, en el fondo, añejo, sin barricas.
Somos tubérculos, llevamos encima la tierra
y las raíces, sucias, bastante escuálidas
para correr, no dan las piernas para correr,
no dan las piernas para caminar, no dan para amar.
Somos tubérculos: deberíamos serlo por el consumo
infrecuente; la piel se endurece, la piel es oscura, de yuca,
terrosa, tiene el color de los objetos enterrados, aquellos
objetos que crecen ocultos, con raíces, muchas,
peludas, brazos pequeños, alargados, que crecen
para sujetarte al suelo, para no irse, para morir aquí.
XVII
Más cal para los muertos; una pala más de cal,
de su blancura que detiene el avance de los
olores, que disimula la peste con polvo blanco,
momentáneamente, pero no impide que surja
el coro de larvas y de las alas que transforman
lo que alguna vez fue un bello organismo.
Los cuerpos estaban quietos y en fila india,
en filas numeradas, con brazos marcados,
por orden de llegada o por orden del caos
o por quien sea capaz de decir quién va en
la punta o quién va en la cola, de último.
Casi daba lo mismo quedarse en casa, cómodos,
o en algún vagón o vagando y quizá calmando
el hambre, domándola, amaestrándola en la
búsqueda de la saciedad; ojalá llegue la ojiva
y calme, y acabe, a lo mejor, esta hambre.
El hambre también era una bola y rodaba.
El hombre también busca cómo irse
y solo encuentra una opción en la caída.
El hombre decide, no le queda otra opción,
que buscar consuelo desde un alto piso.
No quisiera que cayeras desde arriba, solo,
sin nuestras manos sujetas a las tuyas
para persuadirte de que tu caída irreparable
no debe ser como la de la ojiva; no caigas,
amigo mío, no caigas, que la vida también
puede vivirse luego de este daño heredado.
Tan cansados estamos, tan aferrados a esta
quietud de cosa próxima a la despedida.
El cuello duele, alguna parte debe estar
dormida, medio muerta, desanimada, ansiosa,
sudorosa, confundida, con ganas de ver otras
maneras de sentir la aparición o la desaparición.
I
Y no tanto la muerte sino la pérdida
de todo temor a morir. Y no tanto
ser aplastado o convertido en quietud
blanca sino el convencimiento de
vivir sin motivaciones reales; sin
miedo iban a buscar motivos para
no morir y justificar la monotonía
de la búsqueda incansable; seguían
viendo el pecho al aire, pequeño,
en lactancia materna, y en esa mínima
boca de niño que chupa el pecho
y los paseantes que miran la succión.
No se logró registrar las maneras de
aniquilar. La onda expansiva duró
tanto y tan sostenida fue su trayectoria
que la muerte llegó y se ajustó a la medida
de todos los zapatos roídos, cansados
de tantos pasos alrededor de la ciudad,
en búsqueda tenaz y bastante agotadora
de esos globos que de la ojiva caían, no se
sabe si bolsas nutricias o vacías pero muy
aptas para la asfixia de todos.
Ninguna escoba
pudo barrer tanto
polvo blanco del suelo.
Del cielo nadie pudo
atajar la caída del fuselaje
y su inestable movimiento.
Al fin cayó la ojiva
y calló a quienes aún
gritaban. Ojalá hubiese
quedado algún
superviviente
para contemplar
este paisaje de cal,
lienzo sin matices,
solo figuras
blancas, enflaquecidas,
que si se tocan
se desploman
y generan una
nube de fino
polvo,
más bien
ce
ni
zas.
De Ojiva (2019)
¨¨
SIMULACRO
I
Pasífae
Dédalo, apresúrate. En ti confío. En ti reside mi seducción. Necesito cuero y ubres: hocico y orificio conveniente para su embestida. Madera y carne. No puede fallar el simulacro. Me urge, Dédalo; siento que mis piernas se endurecen y en mis pies resuena ese sonido áspero de cascos. Anatomía salvaje para él, olor de su familia para él. Mis dedos se acomodan a estos pares de pezuñas. Entro en la vestidura. Calzo. Nadie diría que no soy animal. Lo he engañado. Allí viene. Siento el trote en mi quietud inclinada. Me huele, Dédalo. El toro me huele. Sus cuadro patas, bajan; su testa erguida, sube. La unión sucede.
II
Dédalo
Las piezas están dispuestas. He tallado cada hueso. Aquí la tienes: la superficie de vaca, casi de vaca. Se ve como vaca. Sacrifiqué a un animal para retirar su piel. Fino tallado, clavos. Un golpe de martillo te acerca al órgano del toro. Entrarás en esta ropa hecha para la confusión y el acople. Yo comprendo el secreto de la bestia. Tan perfecta es mi creación que casi trota y pasta en el paisaje. Tanto se asemeja a la vaca que un pastor la confundiría en su rebaño. Una vaca sin tripas ni estómagos. Tú serás las entrañas; tu desnudez blanca, disimulada en esa ropa, lo recibirá.
ESPERA
I
Penélope
En las horas claras, avanzo; en las oscuras, deshago. Podría dibujarme sosteniendo a Telémaco, aún lactante; a ti, detrás de una res de labranza; y a un árbol deshojado. Mi habitación es el taller de la artesanía inconclusa. Dos criadas me ayudan. Solo ellas conocen mi ardid. El sudario de mi suegro me permitirá prolongar el oficio de esperarte. Perfumo la tela con fragancias de pétalos secos.
Tu partida te ha llevado a aguas extranjeras, agitadas por la orden de Zeus, pero también te acercará al pecho bronceado de la ninfa. He mirado a los hombres que destajan nuestros cerdos y beben nuestro vino. Jóvenes y viejos príncipes me pretenden, miran mi túnica y desean verme sin ella. La espera no me ha hecho menos atractiva: los espejos me devuelven un perfil deseable.
II
Anfínomo
Los pretendientes se juntan una vez más para la orgía. Desde hace meses residen en el salón interior. Se divierten molestando a tu hijo: prueban su valentía con lanzas y humillaciones. Todos, excepto yo, traen acompañantes. Las gozan de pie, apoyados de los pilares. Las penetran en los alrededores de la fuente. Allí mismo se enjuagan y defecan. Criminal, actitud criminal. No puedo negar que la reina de Ítaca me ha traído hasta aquí; el aislamiento aumentó su luz: quiero encender la linterna que Odiseo apagó por casi veinte años.
De Dípticos (2020)