14. Año 10: CRISTÓBAL GARZA GONZÁLEZ | Polvo borrado (o el poema maldito) [Cuento]

CRISTÓBAL GARZA GONZÁLEZ es licenciado en psicología, y doctorado en literaturas hispánicas. Ha publicado artículos académicos, reseñas literarias y entrevistas con escritores en EE. UU. y México. En los últimos cinco años, se ha desempeñado como profesor de lengua y literatura hispánicas en Goshen College, en EE. UU., donde también investiga y dirige proyectos académicos y artísticos de estudiantes de universitarios.

POLVO BORRADO (O EL POEMA MALDITO)

Esta historia, cuento o lo que sea, es algo que me pasó. Tengan mucho cuidado, si son de los excesivamente precavidos, de los que encuentran lo peor en cada cosa o de los que tiene supersticiones, pueden dejar de leer. Les aseguro que no les pasará nada, o pueden saltar al final y así entender porqué digo lo que digo. Decía que esto fue algo que me sucedió, bueno, no a mí, sino a un amigo, pero yo estuve ahí, en el lugar y el momento en que sucedió, o justo después, creo. Los que se enteraron lo recordaran, no hace mucho, pero tampoco fue ayer, yo era joven aún. Tampoco es que sea viejo, pero, como digo, esto no pasó el día de ayer. Algunos entenderán a lo qué me refiero, más por referencia que por intuición.

Decía y digo que esto pasó. Intentaré explicarlo. Estaba en casa, la casa donde vivo, ya sabrán donde. Y, como siempre, tenía el teléfono donde no lo escucharía. Los que me hayan llamado sabrán también que nunca tengo el teléfono a mano y que tardo mucho en contestar mensajes. Para los que no sepan, diré que para cuando encontré el teléfono, había siete mensajes. ¡Siete! Nunca había recibido tantos mensajes juntos. ¡Nunca! Pero no crean ustedes que había mucha gente buscándome, pidiéndome opinión o citas románticas ni nada. Un mensaje era de ya se imaginan quién y seis eran de José Carlos. Joseca, para los que no lo conozcan, es amigo, colega y, a veces, compañero de locuras. Escuché sus mensajes, creo que en el orden en que los dejó, pero nunca supe cuanto tiempo pasó entre cada uno ni exactamente cuando los dejó. Nunca sé usar el teléfono para mi beneficio.

El primer mensaje era una celebración de «arqueología artística o invención literaria, un vuelo subterráneo» así lo decía, así hablaba Joseca, usaba metáforas muy alegóricas, hipérboles exageradas. Los que lo conocen sabrán de qué hablo. Yo casi siempre estaba de acuerdo con él y creía entender lo que decía, aunque luego me daba cuenta de que había querido decir otra cosa. A él, le ha funcionado; editoriales de prestigio, que ustedes deben conocer, han publicado escritos suyos. De lo que poco a poco me fui enterado por los mensajes, a veces entusiasmados, otras a media voz, otras más al borde de la locura, es que Joseca había encontrado, desenterrado o soñado algo único, o que él mismo lo había escrito.

En su último mensaje, en el que creí reconocer algo parecido a la tristeza o la resignación —pero era otra cosa, algo más bajo y desesperado— me decía que tenía que ir a verlo, cuanto antes, no había tiempo que perder. Su voz tenía la seguridad de quien se consume por revelar un secreto y teme lo peor. Los que lo conocen saben de qué hablo.

No sabía cuanto tiempo había pasado desde que dejó ese último mensaje, ya lo he dicho, nunca encuentro esa información en el teléfono. Cuando intuí el estado de Joseca, dejé lo que estaba haciendo y me apresuré a su casa, que, como algunos saben, no queda muy lejos. Cuando llegué, podrían haber pasado horas o días desde su ansiosa llamada, ya he dicho lo del teléfono.

Lo llamé, toqué el timbre, golpeé la puerta y luego la ventana. Grité su nombre. No contestó ni salió. Volví a gritar y él volvió a no salir. Entonces, me acordé de que él dejaba una copia de la llave colgada en… no debo decir donde, pero los que lo conocen deben saberlo.

Abrí, todo estaba en orden; la sala, el comedor y la cocina parecían impecables, aunque en otros sitios de la casa había varias pilas de libros, cuadernos y papeles regados. Lo llamé de nuevo, pero no contestó. Dudé un rato y resolví subir. Lo encontré sobre la alfombra del estudio, de lado, viendo hacia la ventana con esos ojos de sorpresa que pocos habrán visto. No se movía y, lo peor, no respiraba. No supe qué hacer. ¿Llamar a la policía? ¿a un médico? ¿verificar si estaba vivo? No sabía si debía tocarlo siquiera. Entonces me dí cuenta de su descubrimiento o invención o exhumación o lo que haya sido que quería mostrarme. En la mano derecha, el era diestro, había una hoja que había sido doblada, arrugada, desdoblada, alisada, vuelta a arrugar y vuelta a extender. Ahí estaba lo que tanto le entusiasmó y lo que tanto temió: un poema, este poema:

Este pavoroso engaño de sentido

no es falso augurio de estertores

sino anuncia un rostro descolorido

y revelará secretos temores,

Cada verso que aquí lees escrito,

cada sílaba que sea pronunciada,

siete días para tu muerte helada;

te convierte en cadáver exquisito,

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada

te transformarás si lees sin cuidado

el terror visitará tu morada

en siete días tú serás velado

por leer esta rima no sagrada,

eres humo, sombra, polvo borrado.

Lo leí dos o tres veces, los que conocen mi temperamento de hombre analítico entenderán mi primera reacción: «¿Qué quería Joseca? ¡Estos son puros clichés, versos copiados de…!» Hice una pausa al ver la gravedad de mi situación y supe que la expresión de Joseca no era de sorpresa sino de horror.

***

Hace cinco días que leí el poema, seis quizá, y no dejo de pensar en él. ¿Cuántos días hace que lo leíste tú? ¿Cuántos días te quedan a ti?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *