LUIS MANUEL PÉREZ BOITEL (Remedios, Villa Clara, Cuba, 1969). Ha publicado, entre otros, los poemarios: Aún nos pertenece el otoño (2002), Nunca preguntas por la gloria (2003), Antes que la noche acabe (2005), La sagrada estación (2006), Un mundo para Nathalie (2007), Las naves que la ausencia nombra (2008), Conversaciones con máscara (2009), Hay quien se despide en la arena (2010), Algo parecido a un ciprés (2011), y Un hombre errante (2015). Ha obtenido importantes premios literarios tanto en Cuba como en otros países, entre los que destacan el Premio Casa de las Américas, en poesía (2002), el Premio internacional en Lengua Española “Manuel Acuña” (2013), y el Premio internacional de Poesía Gastón Baquero (2021). Es miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. En el 2019 se le otorgó la Distinción por la Cultura Cubana que entrega el Ministerio de Cultura en su país.
CARTA ASTRAL PARA DIBUJAR UNA REALIDAD QUE NO ENCUENTRO EN TU NOMBRE
Qué puedo decirte, madre mía, a la hora del mal dormir entre jeringuillas y fragmentos de un linfoma que parece te llevaba poco a poco. Después del chinesco hospital, los cristales de la noche, el traspiés que oficia el cáncer entre tus arterias, cómo decirte tanta verdad, una verdad absoluta que no podría creer nunca, por la que respondías como un animalito tembloroso, el más frágil de los animalitos asediado por la multitud, imposible de entender en su propia sombra. La definición de un extraño sueño que descubro en tus ojos, en la planicie de tus ojos, por ejemplo, cuando acudíamos a la salita del hospital y yo te ofrecía regalos para que no imaginaras la sangre que faltaba, los estertores de esta aciaga existencia de la que no puedo despedirte. Entonces indagabas el porqué de aquella gente moribunda cruzando frente a nosotros, por qué tanta soledad en los rostros de los paseantes y de uno mismo. Nada nos era ajeno, ni apenas el día que me dijiste que no querías ir más al tratamiento, que ya las venas habían colapsado y que era algo injusto que no podía seguir ocurriendo. Entonces mirabas alrededor, y no hallaba razón ni pedestal, no hallaba el sendero para trasmitirte el estado de necesidad, las injusticias de Dios, y de la vida que siempre es incierta. Duró un año el temor, la súplica y el desasosiego de cuidar de ti, madre mía, de sentirme a tu lado el más pequeño de los hombres, un principiante, el incomprendido por la turba, el que escapó de todo pacto por alcanzar la felicidad, y tú no sabías nada; en ese instante donde decidí dejarlo todo a Dios, pero salvarte. Así fue la rutina de los días, la búsqueda por minimizar las secuelas de las quimioterapias y de tus venas necrosadas. Madre mía, qué difícil es dejarte en un poema para que elijas entre la pátina de la enfermedad y la manida palabra existencia. Qué difícil es dibujar una realidad que no encuentro en tu nombre, cuál misterio ofrece Dios para que la muerte no sea ni el fin ni el principio. A duras penas, puedo explicarte, madre mía, sobre estas cosas, y temo en el aciago tiempo que nos encumbra, mientras te preguntaba por los árboles del patio, por los días de navidad y la familia. Qué puedo hacer, madre mía, si no pude sustituir mis venas por las tuyas, si en tu mirada siempre encontré un rencor injusto, diría yo, amargo, por la inexplicable hora de la transfusión, por la herida que mucho más se hacía en mí junto al lamento. Nada sabías, madre mía, nada sabías. Cómo podré revivir tantos motivos diversos, fingir que se está feliz por el hecho de hablar de la felicidad. Callar simplemente, cambiar de conversación como si nada sucediera, pero es terrible el candil y la expectativa por los medicamentos que no llegan. Mientras prefiera que sigas peleando por la casa y el país, insistir que todo ha sido un sueño y tenga lágrimas nada más, y no pueda hablarte de porvenir, de los hijos que no sé si tendré; ah para qué tantas preguntas. Madre mía, si un día piensas que intenté escapar de esa realidad, que no cuidé bien de ti, que también he sido un animalito tembloroso perdido en su soledad. Qué puedo decirte, madre mía, que me perdone, que me perdone.
DÍPTICO POR EL HALLAZGO DEL FONDO
I
sobre el acto final que marca el horizonte
se presupone el vacío. el vicio de mis manos
emana otros límites hasta la anunciación
de los cuerpos más ebrios; que proveen el sopor
o el filo de su luz inamovible.
gotea un pájaro ante la tempestad
de un árbol que ha perdido, y no se siente sed
bajo las pétreas ramas donde fluye una voz
impersonal o etéreas de alas imposibles.
no se siente el camino. las manos
fueron pocas al ocultar en turbulentas márgenes
esas espirales que indicaban el comienzo.
allí, sobre la piedra o sobre el árbol
cimbrado por el viento y la neblina
sólo queda el polvo en la miseria
de sus márgenes. el pájaro,
como gotas de ágata sobre la tierra
invade con sus alas el olivo.
II
agujereado por el arpegio de los pájaros
un árbol se desliza, como un soplo de luz
hasta la orilla. tiende allí su trampa,
en la noche de siempre, bajo el aire
fugas que en noviembre resurgía.
todo, jugando desde la humedad, en la intemperie.
las pocas ramas, su flor primogénita,
hallazgo del fondo y del áspid oculto.
los pájaros, clavando sus picos
en las sombrías laderas, como piedras de mármol
endurecidas, en relieve distintos,
el corazón del árbol partía.
CARTA DE AMOR DEL REY TUT-ANK-AMEN A DULCE MARÍA LOYNAZ
No es que resulten extrañas estas palabras mías, distantes como la más preciada tarde del Nilo, para cubrir tu hierático paso y vencer esta muerte probable entre diademas y sicomoros. Lo cierto es que en aquella columnita de marfil donde descifraste mis dibujos sobre el otoño, yo existía gracias a tu plegaria sobre la ciudad de Menfis y sobre el sarcófago que protegía mi adolescencia y mis más preciados jeroglíficos, porque encontraba en tu aparente penumbra esa luz dispuesta en estos ojos cansados a través de tres mil novecientos años que ahora yo te ofreciera para el arcángel albísimo que eres un domingo de resurrección. Quizás, dudaras de estas palabras que corroboran mi otra muerte, el silencio de estos pabellones que yo abandonara para salir a tu encuentro. No es que resulten extrañas estas palabras, que ya estaban escritas desde mucho antes, incluso antes de tu llegada, que Isis me había mostrado en el estival año. Ah, Dulce María, parece que tu Isla cubre tu pecho como estos juguetes de oro y lapislázuli que adornan el sacrificio. Déjame, desde esta columnita tenerte dentro de mi tiempo como aquellos que entregaron su vida, jóvenes como yo, arqueros como yo, en una clara tarde del Egipto. Enséñame, el Ave María para repetir lo que tus ojos retienen y yo no sea el lado más frío de la muerte, el lado más frío de la vida, para que me duermas como un niño distante de su madre y su país. Hubiera dejado si me lo pidieras, Dulce María, estos monolitos para la gente que no logró comprender que tuve miedo de esas auroras milenarias, del país ante la muerte y que nunca quise ser un rey, en estos diecinueve años que todavía envuelven mis cenizas ante los arenales del desierto y la prontitud del otoño. Mírame, y no sientas pena por la frialdad que atesora un lugar como este, llévame contigo a los campos, al extraño azul de tu Isla, llena de benjamines y lirios. Ahora que has desempolvado mi corazón, en aquel sarcófago de mármol negro donde dormía mi muerte, bajo el candil de infinitas lunas y el perfume delicado de mis dioses. Ven, Dulce María, en esta bendita tarde del Nilo y arráncame como si fuera yo tu más preciada flor del jardín. Invoca a Isis para el regreso y si no logras con tu ávido empeño sacarme de este carro de marfil toma mi nombre simplemente para encontrarte entre la multitud, al pie de tu Isla tropical, para volver a tener como lo habías prometido, el más dulce, el más breve de tus poemas.