178. Año 9: ANA VALÍN | Tú plantas desiertos en las altas esferas

ANA VALÍN nace en Lugo en el año 1980. A los ocho años le diagnostican TDHA unido a altas capacidades. Para tratar de entenderse y hacerse entender por los demás Ana comienza a escribir poesía paseándose por el patio durante el tiempo de recreo con su libretita colgada del cuello. En el Instituto Ana dirige durante tres cursos la revista cultural del centro, a la incorpora una sección de entrevistas a diferentes literatos y un premio de poesía para estudiantes y padres. Posteriormente estudia periodismo, trabajando durante casi una década en diferentes medios de comunicación. Más tarde cursa magisterio, trabajando actualmente como maestra de educación infantil. En 2016, publica su primera obra, una novela corta orientada al público juvenil titulada El vals de las hormigas, con la que da la bienvenida a su primera hija, Grecia. En 2023 publica su primer poemario, La muerte de Alicia (o el ocaso), tras sufrir una severa depresión posparto, con la llegada de su segundo hijo, Leo. En ese mismo año recibe el Premio de Poesía María Mariño.

 

 

 

 

Precipitarme dentro de una fondue

de sentimientos.

Abrasarme viva hasta la punta de la piel.

Eclipsarme, pero ya no sólo en sueños.

Volver a amar. Saber amar.

No herirme más de amor.

 

Romper a llorar cuando marzo

de la vuelta a la esquina.

Dejarte ir para que el nido de gorrión

que llevo dentro no se diseque.

Hacer taxidermia

con mis huesos helados.

 

Navegar carretera abajo sobre una bici

de pedales semioxidados.

Soltar plomo rosa al caer en deriva

cuesta abajo.

Echarme a volar con un ala pequeña

y la otra rota.

 

Gritar con voz de pinzón cojo,

roto en sus encantos

al emitir melodías en lengua de signos,

en lugar de soltar trinos audibles.

Sucumbir a esos espacios y tiempos

que ya no serán de nosotros.

 

Despedirnos de casi dos décadas baldías.

Hacer oasis en un desierto

en exceso expandido.

Retornar al punto de partida

más cansada y más dolida;

pero al fin… MÁS YO.

 

 

Tú plantas desiertos en las altas esferas,

allí donde el Diablo quiere tomar el sol

con bañador y esterilla.

Pero yo prefiero los campos silvestres

en los que crece la lavanda

y nada huele a hiel.

 

Me dices que suba hasta dónde estás

y me pones la escalera de mano

que nunca da vueltas

ni es de caracol;

mas incluso así, yo me mareo en tus dimensiones kilométricas

y del vértigo; no puedo avanzar.

 

Aún no tengo claro lo que busco

ni lo que quiero

ni a dónde deseo o necesito llegar

y sin embargo, es seguro que mi cielo no está en el tuyo

porque mi corazón late mucho más lento

y necesita de cortejos…y de tiempo.

 

 

 

Un atardecer a través de tus pupilas hirientes.

Una mañana despertando de esos sueños

que nunca van a ser.

Un abrir los ojos y ser consciente

de que los finales felices

no están tejido con crochet.

 

Un paso del tiempo

que no se limita sólo a pasar.

Un reloj enrarecido

al que el Conejo Blanco

le da vueltas hacia atrás,

del revés.

 

Un afán por atravesar tu madriguera

o por dormir acurrucada

sobre esa cama de hojas y de helechos

sólo por volver a sentirme una princesa

encantada, irreal;

inexistente.

 

Un encierro en las páginas

de mi cuento predilecto

del que ya no puedo salir,

porque no quiero,

porque me entra el sueño,

porque me duermo.

 

Y después,

tras todo este prolegómeno,

un regresar recubierta de musgo verde;

un retorno lento como el caminar de nuestro principio,

un instante de reflexión que se prolonga y se estira

un decirme: “puedo tomarme todos los segundos del mundo sin envejecer”.

 

 

 

 

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