188. Año 9: CLAUDIO RÍOS ESPINOZA | Patéalo cuando esté abajo [Cuento]

CLAUDIO RÍOS ESPINOZA (1981) nació en Santiago de Chile donde vivió gran parte de su niñez y adolescencia hasta 1999, año en que se trasladó a Coquimbo para estudiar periodismo en la Universidad de La Serena (ULS). Si bien, se ha desarrollado profesionalmente en el área de las comunicaciones, siempre ha mantenido una cercana vinculación con la literatura, redactando cuentos, relatos y ensayos que ha mantenido inéditos hasta la creación de Elsinore, su primera novela (2023). Posteriormente, participaría en la antología “Latinoamérica en palabras: relatos de autores emergentes ” (2024).

 

 

PATÉALO CUANDO ESTÉ ABAJO

 

 

Al nacer tuve un apellido que ya olvidé, uno que me cambiaron a los tres años, cuando me abandonó mi padre. Tiempo después descubrí que solamente era el amante ocasional de una mujer débil y enceguecida por el amor de un medio-hombre. Cuando crecí tomé un apellido consecuente con mi fuego: Violencia.

Esta noche me reuniré con mis hermanos de sangre, por quienes daría hasta la última célula de mi cuerpo. Vamos por homos, negros, putas, chinos, pobres, lo que sea que se nos cruce. Necesitamos depositar nuestra pasión en cualquier rincón oscuro de Santiago usando bates y tubos metálicos. El mío se llama Magda, en honor al único amor que he tenido más allá de las calles. Sé que estando con mi amante puedo destrozarlo todo, al igual que nos desgarramos la Magda de carne y yo.

Esta noche me reuniré con mis hermanos, a quienes amo de corazón. Vamos a romper todo lo que podamos, sea bello, horrible, insignificante o imperecedero. Da igual. La violencia es lo único que tenemos para entregar.

Mi habitación es un rincón oscuro dentro de la casa de muñecas. Asesino el tiempo en este preciso lugar cada día, en penumbras, con los ojos abiertos observando nada, imaginando escenarios ilimitados acerca de qué podría pasar cuando abordemos las calles, sobre si tendré la suerte de encontrar un rival que me haga drenar la sangre mala.

Pierdo la noción del tiempo. Suele pasarme cuando medito acerca de mi propósito en este sitio, lleno de haraganes y libertinos, dispuestos a contaminar todo a su alrededor por un poco de diversión barata y pasajera. No cuidan el mundo que nos heredaron. Desprecian a los héroes. Se cagan en los valores. Se mofan de las tradiciones.

Respiro y ubico mis dedos en la sien, masajeando en círculos concéntricos. Necesito disfrutar del silencio antes de la tormenta que se avecina. Recuerdo la última vez que salí a repartir amor. Fue en una feria hippie, donde entramos haciéndonos pasar como ellos, solo por diversión. Uno de mis amigos me comentó que podría ganarle al 98% de los presentes, que el otro 2% eran mujeres. Eso me hizo gracia. Fue segundos antes que sacáramos a respirar nuestros bates y comenzáramos a repartir cariño a diestra y siniestra. Golpeamos cabezas, rostros y cuerpos de todo lo que se moviera. Recuerdo haber distinguido a un padre con mameluco y su pequeño hijo de cabello largo. Ambos cayeron ante la furia de Magda. Sus llantos no nos detuvieron.

Respiro profundo y recibo una onda glacial que duele como un anochecer sin fogata en un valle azul, donde el sol incendia los cerros empinados y el hielo perfora los músculos. Pienso en eso y saboreo las hojas de árboles gigantescos de distintos colores, la grasa viva de un lobo de mar, el veneno de un volcán en reposo.

El silencio me calma. Desde acá soy capaz de escuchar los cantos de las ballenas en el océano, pero no creo en nada de eso, solo en el vacío absoluto. Del alma, de la mente. Así como creo en la simpleza del hombre, que se contenta con sexo, alcohol y drogas. Nada de eso me parece suficiente, como si viviera acurrucado en los flacos brazos de una maldición. Lo mío es diferente, tengo que alimentarme con litros de adrenalina para sentirme vivo cada noche o seguramente no veré un nuevo amanecer. Ese es mi gran temor. Porque Magda me necesita y yo la necesito a ella.

Me quedo un rato desnudo en la orilla de la cama, mirando a un grupo de cucarachas corriendo y chocando desde el piso al techo, burlándose entre ellas de mi desidia. Tienen varias hileras de dientes, interminables, que usan para reír odiosamente y para devorarme apenas me descuide.

Es sumamente difícil volver a ponerme de pie, sonrío al espejo y después de un rato me preparo para salir. A veces quisiera mudar la piel como una serpiente y dejar atrás todo lo viejo. En vez de eso, me pongo mi uniforme, mis bototos y mi chaqueta negra. Un último trago de leche agria desde la botella es el único alimento que mi cuerpo necesita. Salgo con una sola dirección en mi cabeza, sin reconocer a nadie más que a mí mismo en los rostros de los desconocidos que se cruzan sin parar.

Camino por las calles del centro, sucias y fétidas, ruidosas y escandalosas. Se me acerca una mujer intentando venderme algo, pero la desprecio como si se tratara de un leproso. Estoy seguro de que me grita algo cuando sigo avanzando, veloz e imparable. Soy la lanza de la fábula. Nada puede volverme uno de ellos.

Lujuria y ambición, es todo lo que veo en esta ciudad. El hombre acabó con el hombre. Somos trágicos restos de lo que pudimos lograr. Lo confirmo al ver a una prostituta chupándosela a un borracho en un rincón, haciendo unos ruidos ásperos que llaman mi atención cuando paso cerca de ellos. Me quedo mirando la escena, consternado al ver que el tipo ni siquiera es capaz de lograr una erección y que está más preocupado de humillar a la chica equilibrando una botella de cerveza en su cabeza, como si fuera una bandeja, demostrando el poder que le otorgan algunos billetes sucios y arrugados. Al verme me pregunta qué estoy mirando y sonríe maliciosamente, mostrándome sus colmillos de vampiro.

Magda estaría feliz de saludarlo.

Luego me enseña su miembro flácido, que cuelga de cuerdas y se mueve como un gusano ciego de carne magra, dejando a la chica de rodillas con el rímel corriendo igual que delgadas hendiduras negras en sus mejillas regordetas. Cuando enfoco con mis pupilas dentro de sus heridas de maquillaje, mi visión se hunde en otra dimensión, donde ella es una princesa cabrona y despiadada que se lo folla con un taladro.

Quiero moverme, pero un hombre vestido de frac me detiene y me acompaña encendiendo un cigarrillo. “Tendrás que esforzarte el doble”, me dice. En seguida se aferra a mi cintura y me habla acerca de todos los lugares que le gustaría conocer conmigo. Uno de ellos es una cueva herrumbrosa al sur del mundo, donde brillan estalactitas moradas que nacieron al comienzo de los tiempos. Luego un pájaro me grita que siga mi camino, que mi pandilla me está esperando y que promete no cagarme mientras sea capaz de tocar a Bach con mi brazo, que ahora es un violín hecho de piel, tendones y huesos.

La mancha del horror se dibuja para siempre. Soy la dolorosa fragmentación de lo que vamos dejando para construir el engaño de que la existencia tiene sentido. El fuego lame mi garganta, la ira remece las vísceras y se escapa entre llamaradas de inquietud. Una mantis baila en mi interior con su oscuro deseo de comer tu carne amarga.

Me siento vivo otra vez.

 

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