ARTURO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ. Poeta, traductor y docente colombiano, especialista en pedagogía universitaria. Su obra ha sido premiada e incorporada en publicaciones de importantes medios culturales y literarios, así como traducida al italiano, rumano, búlgaro, francés, inglés, griego y albanés. Es autor de obras como Olor a Muerte (2011; 2012), Breviario de lo incierto (2017; 2024), Presagios del insomnio (2025) y Terca materia inexacta (2025). Ha recibido el I Premio Literario Internacional Letras de Iberoamérica – Poesía (México, 2017), el IV Premio Nacional Plenilunio de Poesía ‘Leopoldo de Quevedo y Monroy’ (Colombia, 2023) y el IV Concurso poético ‘Cezarina Dos Santos Álvarez’ (Uruguay, 2023). Dirige desde hace más de una década la Revista internacional de cultura y artes Noche Laberinto y la Editorial Toska.
En retirada
«Il meurt; ceux qu’il aime meurent; les choses qui l’entourent meurent
(…) Mais le temps ne fait rien à l’affaire».
Jean Grenier
Escribo el tiempo
con los huesos de los pies,
con su soledad vagabunda y sucia
contrahecha de charcas y raíces.
Tan crucificado llevo
el misterio informulado del destino
que me duelen en la sombra
los clavos, el óxido,
el color implacable del olvido.
Pero al menos he aprendido, digo yo,
a tragar el insulto de la suerte
con el ácido del agua que se cae
por entre las grietas del cielo arrodillado.
El mundo es desde siempre
una sola cosa, infinita y pobre,
abreviada bajo nombres rotos.
Nadie está del otro lado.
Todo se sume en reflexiones, párpados
cerrados en cualquier parte del cuerpo,
espumas retorcidas por el sonámbulo
placer de pervivir un algo tras la nada.
A veces creo
que tan solo el amor nos justifica:
Yo he escuchado, por ejemplo,
el metálico sonido de las ratas
en el subterráneo asombro de los días.
Y he pensado largamente el sueño,
la esperanza, la muerte circular de los relojes,
pero siempre me detengo
ante el abismo de luz enceguecida
que tiene por núcleo, en su centro,
el corazón.
Somos un vacío dentro de un vacío,
sospechosamente libres
de entregarnos vida entre nosotros
con un beso, una caricia, una palabra.
El tiempo es como un niño
que habla en sueños. Somos esa migaja
de lenguaje que alcanza la gravedad,
el juego de la masa y el volumen,
la inesperada vocación del habla.
Los países de la medianoche
me duelen como huellas dejadas
sin compromiso. Recojo los pies,
la osamenta querida y maltratada,
para medir con el silencio de la carne
el número de días que me aguarda.
Apago la luz del universo
para volver a estar conmigo.
Lenguajes futuros
Como quien espera
el ruido de la luz matutina
desde las promesas de la noche,
así mi voz aguarda
su incomunicable levedad sin hechos,
el bienvenido huésped
que desde adentro sana.
El intermitente percutir de la memoria
entra en la voz del sueño;
la besa y la muerde,
patea su eco brillante,
alucina su filo blanco.
El continente dormido
se abre a palabras imposibles.
El lenguaje de los sueños
es el secreto de mis días.
Silenciosa pedagogía:
Para que sea transparente
el movimiento imaginario entre las ideas y los actos,
se precia ejercitar el sueño…
Aún la pesadilla invita
a negativas reflexiones de positivo resultado
cuando duerme el corazón indiferente
al nocturnal silencio.
En germen de futuro
se transforman las imágenes
a las que despierta, con el sueño,
el pensamiento.
Deudas
«Nombres para despojos que la luz /
omite en sus paseos»
Eduardo Lizalde
Le debe uno al exilio
esta nostalgia de la máquina materna,
de su palabra
atardecida y amorosa,
de su rincón del alma donde llueve
el corazón, en un lenguaje diferente,
la intermitente perfección del mundo.
Le debe uno a la huida
este dolor cuyo significado
va del individuo al hombre.
Y a la culpa, a la vergüenza, al hastío
le debe uno a veces el rostro que
desde el espejo se rompe si nos mira.
Me pregunto, ¿qué distancia
es síntoma de pensamiento herido?
La fama de Ulises es el regreso, no la travesía.
Nuestra historia es también la tumba de Argos:
Todos regresamos tarde
al sí de las promesas de futuro
que éramos cuando, oscuras células,
peregrinamos la ciencia vacía
de nuestra catástrofe.
En alta noche, cuando menos duele el reflejo
y la mitología abandonada
de nuestros personales dioses abolidos,
nos derrota sí el silencio
de la profética flor de las ausencias.
Debe uno al éxodo fortuito,
a la nómada traición de los adioses,
la prosa luminar y sin prestigio,
—que sin embargo señala la victoria-
de seguir estando para volver un día,
de no morir, como animales,
ajenos al inocente abismo del lenguaje.