MELISSA ALVARADO SIERRA [Cayey, Puerto Rico, 1981]. Escritora, poeta y periodista que ha publicado en The New York Times, Orion Magazine, Atticus Review, Catapult y Lonely Planet, entre otros. Es autora de La narrativa activista de Rosario Ferré (McGraw-Hill España, 2020) y coeditora de rhizomag, una revista literaria dedicada al duelo. Posee una maestría en literatura de la Universitat de Barcelona, un MFA en escritura creativa del programa Mountainview en SNHU, y actualmente cursa un doctorado en literatura caribeña en el CEAPRC. Fue becaria del Book Project en Lighthouse Writers Workshop, donde posteriormente enseñó cursos de ensayo personal y memorias. Está en proceso de presentar su primera colección de poesía y escribe una novela autobiográfica que recorre su adolescencia. Su obra explora la identidad, la memoria y la intersección entre lo mítico y lo personal.
HEROÍNAS
Él llegó tarde, como siempre, arrastrando los pies por el pasillo, murmurando algo que no entendí. El olor a ron llenaba la habitación antes que sus palabras.
—Mira, nena… te voy a leer… un cuento, un cuento de hadas… de esos que te gustan, ¿verdad? Porque los otros, los de afuera, esos no entienden nada, ¿entiendes?
Sus manos temblaban al pasar la página, sus ojos perdidos entre las palabras que se escondían de él.
—El coquí… el coquí canta… ¿escuchas? Pero no confíes, no, no confíes. Dicen que son buenos, pero uno nunca sabe, ¿me oyes? Siempre mirando, siempre mirando… como la vecina, esa… ¿has visto cómo nos mira? Mentirosa, seguro quiere algo… Pero el coquí… sí, sí, el coquí es el que… se escapa… se va al río… ¿entiendes?
La voz se le enredaba, y a ratos su mirada se desviaba hacia la puerta, como si alguien más estuviera ahí.
El cuento seguía, pero ya no era para mí. Las palabras se revolvían con su paranoia, con la sombra de algo que él veía, pero yo no. La heroína del cuento, una niña pirata que buscaba oro en islas vecinas, dejó de ser heroína.
—Esa niña no debe aventurarse sola, sin un hombre… ¿cómo se atreve? Se cree que lo tiene todo, pero ella… ella también pierde, ¿sabes? Porque vienen por ella, se la llevan, y nunca vuelve a casa. No puedes confiar en nadie, ni en los cuentos, nena… ni en los cuentos.
Y ahí estaba yo, esperando que terminara, que cerrara el libro y se fuera. Pero él seguía hablando, como si el cuento le perteneciera, como si las hadas y los duendes conspiraran en el borde de la cama.
—Pero tú tranquila… yo siempre te cuidaré… siempre… aunque ellos no quieran —dijo, señalando hacia la puerta.
Yo no miré. No quería.
Se levantó con torpeza, cerró el libro con un golpe seco y salió del cuarto. Afuera, sus pasos pesados se arrastraron por el pasillo. Luego, el crujido de la puerta del baño, el sonido del agua golpeando la cerámica.
Respiré.
Desde la ducha, su voz se alzó en un murmullo desafinado. —Vienen por ti— cantaba.
El aire se volvió más denso. El olor a ron fue reemplazado por algo más viejo, algo más dulce, como sal y cedro recién cortado.
De pronto, la lámpara junto a la cama parpadeó. La cortina bailó. Un escalofrío me recorrió la espalda. Unos pies descalzos parecían arrastrarse cerca de mí.
Me tapé los oídos. Cerré los ojos. Tal vez solo era mi propio miedo, hinchándose en la noche.
Pero sentí algo, un temblor en el aire, un peso invisible sobre mi frente. Y después, una respiración que no era la mía.
Abrí los ojos y era la heroína del cuento. No vino a asustarme. Vino a rescatarme.