Dancizo Toro-Rivadeneira (Quito 1985) Biólogo. Doctor en Filosofía e investigador predoctoral en Biología Evolutiva (CSIC-MNCN, Madrid, desde 2018). Ha escrito y publicado los poemarios: Litotelergia, o sobre el ímpetu de los cantos fugaces (Ed. Vinciguerra. Buenos Aires, 2008); Recusaciones (Ed. El mono armado. Buenos Aires, 2009) y La esputación de los alienados (Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 2012), y Arribo y defaunación del fuego (Ed. Calambur. Valencia, 2021).
Fragmento Hierba y músculos del Poemario “Arribo y defaunación del Fuego” (Calambur, Valencia 2021).
I
¿Qué es lo eterno? Sino los primeros, dulces brotes,
que arribaron a la tierra con sutil llovizna;
la primordial raigambre componiendo el nido
antes que palabra alguna fuera un soplo estable.
¡Oh raíces primigenias! Diosas venerables,
vosotras llegasteis promovidas del sin tiempo
a encepar la roca madre con elementales,
hifas puras y anhelantes de ulterior simbiosis.
Abristeis el campo prístino del velado ser
al crecimiento original que fundamenta
los circinados tallos, las espirales conchas.
Con el temperamento de las aguas y el fuego
cultivasteis la carne, la palpitante hierba
y las criaturas fueron el ámbito del ente.
II
Cubriéronse entonces los ardientes hontanares
de la pujante tierra con parvífloros ritmos.
Perfumadas manos arpegiaron los latidos;
acordaron las pieles, el rubor, las nervaduras.
El primer canto fue una bruma de espesa selva,
una lira vegetal que no tañía el tímpano
ni propalaba su dulce potencia en el aire;
era la música de las esferas vivientes.
Las edades cargaban en los primeros árboles
con redondos destinos curvados por su fuente.
El tiempo manaba como una segunda carne.
Juntando, a nado, el desove con la muerte
cada pez remontaba el agua de su río
y el amanecer fue el envés en las hojas nocturnas.
III
Danos la visión interna ¡Telúrico Éter!
para cantar la pulpa de los maduros frutos:
El engendrarse y el morir, la caduca rueda
que impone su anémona en las colmadas células.
Nosotros que, para conocer, predecimos,
y con pulmones fríos plantamos en un campo
sidéreo, lo tocado en fuga por tu terrena luz
no podríamos cantar sin sufrir el pasado.
El ayer es un cargado seno de calostro
entibiar en él, la lengua y los dedos, quisiéramos
pues han quedado fríos al señalar las cosas.
Yo acudo a tu ámbar terreno, nutricio manto,
tu vientre laternario de brillantes esferas
en el que orbitan las vivientes melodías.
IV
Cuanto más se aleje uno, de este ahora, en el recuerdo
más piel tiene la hondura; el abrigo es más terrestre.
El hogar de antaño tiene larvas sosegadas que aún maduran con la savia,
lémures benevolentes que desde antiguas ramas aún nos guían.
¿Dónde aguardas hermana luz de los verdores y las faunas?
¿En qué lente o papel te sostienes y haciendo qué arrebatos de belleza,
te levantas del abrigadero en el que te guarda mi presente violento
hasta que acudo a ti para besarte con mis cielos serenos y primeros?
Yo te bendigo Costa por el péndulo que en ti la Luna vivifica
y a ti lecho de Océano por el jardín mineral que cultivas.
Con el obsequio de las dulces aguas que destilan el tiempo de la tierra;
yo te recuerdo Río por tu naciente; por tu delta y tu nube, te bendigo.
Y a ti horizonte, por tus esferas perladas de musgo y tu voz de cedrones,
por tu audaz infinito que me enseñó la jornada inocente de la abeja
la dignidad de la hierba en la que corderos y vacas se alborozan.
Por tu manto de recuerdos, mi horizonte, por mirarme, te bendigo.
V
No todo lo puede aquel que no conserva un coral
en el mar del tiempo; en el árbol de la tierra
quien no anida sobre el canto de uno de los dioses,
tiene menos que el mudo eco de una cárnea bulla.
No todo lo podemos los eternos mortales.
En el recuerdo está aplazado por la ley del calor
como en un álveo de aguas jadeantes, todo aquello
que luego de fundarnos tibios nos olvida.
No podemos ser llovidos y apurar la tierra
hacia las costillas profundas del océano
o solarizarnos como el árbol cuando crece.
Somos ciegos más allá de la luz que nos toca
pacientes más allá de la guerra que nos mueve
por ello cantamos como a la luz, al olvido.
VI
Los cautos dioses no tensan arcos ni bruñen liras
sus inútiles esferas, facilitan o crecen:
ponen al árbol de la noche junto al árbol del día
y, en tanto mueren, los divinos vivientes trinan.
Pero tú, Hombre, nombre otorgado en el sueño
de las brasas al ángulo punzante del metal;
carne anclada en la sombra de las pulpas heridas
a la serpenteada provocación de los cofres.
Afinas las cuerdas o pules, lo mismo el arma
para la danza, que al cordófono en la sangría
y en tus huertos desfallecen las flores y los asnos.
Quizá alguna vez festejamos como una boda
la elevación de la raíz o la cigarra, mas
entonces no había escardillas ni alabardas.
VII
Amar es brotar, florecer y curvar el tiempo.
Las vértebras, los pétalos providentes, aman.
Ese cielo que agita su astro al alabearse
es quizá, un girasol creciente que nos cuida.
¡Oh! Floración y vuelo de las pulsátiles ramas,
al sol no abren todas las flores al mismo tiempo.
¿Con nuestros candelabros y marmitas del pecho
qué abriremos en la altura y en qué momento del aire?
Esa potencia, que espirala al grave péndulo,
la luz que rompe lo eterno en medrantes anillos
es un dios que nos ama, que se oculta y nos mira.
Del velamen profundo ascienden noche y otoño
y a las raíces vuelven las doradas semillas.
¿Quién entre nosotros de tal modo amó la tierra?