Presentamos cuatro poemas de Marina Casado (Madrid, 1989) profesora de Lengua Castellana y Literatura en un instituto público de la Comunidad de Madrid. Licenciada en Periodismo y Doctora en Literatura Española, ha publicado tres poemarios: Los despertares (Ediciones de la Torre, 2014), Mi nombre de agua (Ediciones de la Torre, 2016) y De las horas sin sol (Huerga y Fierro, 2019). Es también autora de dos ensayos: El barco de cristal. Referencias literarias en el pop-rock (Líneas Paralelas, 2014) y La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio en su obra (Ediciones de la Torre, 2017). Ha coordinado algunas antologías, de las que merece señalar De viva voz. Antología del Grupo Poético Los Bardos (Ediciones de la Torre, 2018).
Entre otros galardones recibidos por la autora, destaca el Primer Premio del VI Certamen Literario SER Madrid Sur y el del XV Certamen de Relato Corto Eugenio Carbajal. Ha sido dos veces finalista del Premio Adonáis de Poesía en 2018 y 2019 y ganadora del Segundo Premio Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid (en su modalidad de poesía) en 2019. Colabora ocasionalmente en el diario El País con artículos sobre el Madrid literario.
ÚLTIMAMENTE
“Sí, no hay mirada más profunda ni más triste.”
(Dámaso Alonso)
Últimamente, cada vez que me duermo sueño con muertos.
Los hay de todas las edades, de todas las sonrisas;
a algunos incluso los conozco –al menos en los sueños–.
Me buscan con tristeza,
parece que me miran o que esperan a alguien
que está detrás de mí.
Algunos hablan.
Hablan con voz lejana, con un susurro
que se esconde en la tierra, de tan levísimo,
que parece emerger del sepulcro invisible que los abraza.
Caminan con nosotros,
cuentan estrellas que se chocan
contra la fría superficie de la luna,
la luna que revela su condición
de muertos frágiles,
de muertos temerosos,
derrumbados, caídos, silenciosos,
tristes,
amargos,
lejanísimos…
(Los despertares, 2014)
DOS JINETES
Ciudades mareadas,
carreteras besando los neumáticos
igual que amantes desleales
esparcidos bajo la sombra.
La noche siembra luces como pájaros muertos
o brillantes cadáveres que perfuman de euforia
nuestra caduca juventud.
Veo edificios largos de penas sucesivas
y multitudes diminutas
naufragando en historias anónimas
por detrás de millares de ventanas.
Y escucho a Jimi Hendrix preguntarse
si existe alguna forma de escaparnos de aquí.
Juegas a no mirarme y enfilas la autopista
mientras mi llanto arroja las farolas
en un caleidoscopio.
Somos también la fauna descarnada de ciudad,
las huecas muchedumbres
emigrando sin rumbo, como huestes cansadas
y excesivas, hacia la tierra de la madrugada.
(Mi nombre de agua, 2016)
EL OLVIDO
“Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.”
(F. García Lorca)
No reconozco los rincones de mi casa.
Cuelgan de ellos flores invisibles
que nunca había mirado:
flores negras como el dolor de un astro
o como la memoria malherida
que asesina el presente.
El olvido cobra la forma infecta
de un acordeón abandonado,
de alguna habitación vacía
donde no alcanzan los rayos de la luna.
Las paredes confiesan que me han visto llorar
y una niña, muy lejos, se despide en silencio.
Todo es silencio ahora.
El olvido cuelga de las paredes
como un astro invisible,
pero tan cierto.
(De las horas sin sol, 2019)
TODAS LAS LLUVIAS QUE PASÉ CONTIGO
Cada ciudad escoge una estación para quedarse.
Madrid siempre despierta el ave del otoño en mi recuerdo
y ese crujiente resplandor de la melancolía.
Cuando llueve sin prisa, el aire se sacude
revoluciones de hojas secas, torbellinos de polvo,
unas pupilas fieras debajo de un paraguas,
un charco en el que el cielo
se inmiscuye con pasos sinuosos de pantera.
En la primera lluvia aprendí que mi llanto
se colorea de diamantes dentro de tus mejillas
y que las casas que olvidamos
regresan algún día para despedirnos.
Una lluvia más tarde, me enseñaste que el nombre de Madrid
lleva escondido el mar encima de las nubes, que todas las tormentas
son tempestades si aprendemos a mirarlas
con los ojos humedecidos de gaviotas.
Los nombres de ciudades son como las farolas:
cuchillos en la niebla, faros de la memoria,
sortilegios en los que el tiempo desfallece.
Pasé tantos otoños de tu mano, acostumbrada a despeinar
el baile de las hojas bajo las alamedas del Retiro,
a dibujar monstruos marinos en los nimbos
y a escapar de sus fauces como espadas o rígidas hogueras.
Llovió tanto en Madrid aquellos años
en los que nuestras vidas agitaban banderas de domingo,
en los que todavía llegabas a salvarme.
En la última lluvia, el viento te incendiaba los bosques de los ojos.
Intenté capturar el oleaje, perderme en un instante bajo el cielo
y que la muerte se olvidara de verte descender.
Pero el otoño había terminado y las gaviotas, exiliadas,
buscarían otras tormentas por despertar naufragios
en ciudades sin nombre o en recuerdos sin mar.
Y la última lluvia ya no fue más que eso.
Cada ciudad escoge un corazón para llorarlo.
Ahora sueño barcos en los atardeceres
y allí, tras mi ventana, un secreto temblor imperceptible
enquista tempestades desde las que sonríes
y me dices que has vuelto
a tiempo de salvarme
y que en el nombre de Madrid
viven todas las lluvias
que atravesé contigo.
(De las horas sin sol, 2019)