Alejandro Concha M. | Llevaré el cobre de tus hombros

Alejandro Concha M. (Lota, Chile, 1995) Poeta, escritor y editor, autor de los libros Estirpe (2017) y Los errores de nuestros padres (2022). Fundador del Movimiento artístico “La Balandra Poética” y parte del equipo organizador del Encuentro Poético internacional Pájaros Errantes. Se desempeña como coordinador, monitor en escuelas y en otras actividades del programa Educación poética para Chile, organizador también de los Festivales de poesía del Biobío. Socio de la Agrupación de escritores de Lota “La Compuerta Número 12”, allí editó durante dos años la revista literaria El Candil. En conjunto a otros autores ha publicado los libros antología de escritores lotinos Huellas, la antología Pájaros Errantes, entre otras. Traducido parcialmente al inglés, poemas de su autoría han sido incluidos en publicaciones de Chile y Latinoamérica.

 

 

 

Hora bruja

 

Aquellos que mueren tranquilos

tienen la palabra justa

y el tono perfecto de la calma.

Azul es el color de su hora bruja

cuando el cielo se remoja como un pañuelo

recogido del suelo por la tarde.

El fuego aún quema las mejillas

y hará falta frotarlas para sentir

de nuevo la escarcha bajo los labios

que ya jamás volverán a abrirse.

 

Habrán dicho

todo lo que restaba por escribir,

habrán soltado al perdón de su jaula.

Habrán llegado a casa sin necesidad de hacer ruido

o abrir las puertas de la despensa.

Habrán oído al gato saltar de la repisa

la muerte en cacería volátil.

Aquellos quebrados por el aire

se derrumbarán en invierno,

porque aunque quede sol sobre sus cabezas

o reluzca el oro intacto en la corriente,

la nube que ensombrece los campos

y el viento, como una daga de quietud repentina

de cosas ya dichas y recuerdos contados

abrirá un sabor seco en la boca,

hoja que solo entonces

podremos llamar

silencio.

 

 

 

Lo que nos queda

De madrugada y junto a Alex

conversamos la necesidad del cadáver.

Las palabras imitan la sonoridad del Japón

de Hijikata y Kazuo Ohno;

sus cuerpos blancos tiemblan en los libros,

esperan a que nuestras manos

entibien la memoria que resiste

en la perpetuidad ficticia de la escritura.

Mis pasos se resquiebran sobre el carbón.

Ellos fueron troncos,

nuestro país es un tronco

mientras la generación a la que pertenecemos

no nos pertenece:

el pueblo que nos tocó habitar

es menos que un puñado de piedras

donde zurcir la luz,

donde enhebrar el ojo.

Imagina que alguien entrara a tu casa,

desordenara tus papeles

y cada nota recibiera el nombre de un detenido

desaparecido en la inmensidad del desastre.

Imagina que alguien pateara la mesa de un disparo.

Imagina a multitudes buscándose en la desgracia.

 

“¿Cuál es tu apellido, niñita Selk’nam?

¿Dónde quedó tu nombre paleolítico

estatua de venus?”

Es violenta la defensa de la sangre

en las fronteras del sur.

Por eso abrazamos la fisura del engrane

con que esta ciudad nos miente a la cara.

Y aunque un orden supuesto se sobrepone

ella es testimonio,

con grito y garra, testimonio

que aún hay muchos que no han logrado hallar

el propio nombre…

ni el de sus fósiles

ni el de sus parias.

El nombre

perdura en nuestras manos cuando el cuerpo

nos abandona, y es

hasta la última palabra del niño que nace;

lo último en saberse de nosotros

antes de hacernos tierra

en la cuenca de la lágrima.

Nos diferencia…

Ohno e Hijikata se aferran

al principio de la sinceridad del cuerpo,

mientras lloro distancias

acariciándolas como a un largo telar originario.

Y viro lloroso de vuelta a mi amigo,

nos abrazamos con la vista.

Raíces somos —le recito—, carboníferos,

apenas un puñado de la industria…

Subráyese en este poema

que al menos del escombro

algún relato

podemos

contar.

 

 

Caliche

 

Abandonaré la ciudad,

abandonaré, abandonaré, abandonaré.

Y no acabaré de irme,

no acabarás de soltarme.

Irán mis zapatos y en la frontera

algo quedará también de mí, hundido

en los arenales del norte.

Llevaré el cobre de tus hombros

acuñado en mis labios,

en ellos la pampa se abrirá,

como manos, caliche, tu seña,

como brote de malvilla en el desierto.

Verán quienes vengan a recibirme

que en mis ojos moras, tamarugo,

hasta en la punta de mis cabellos

tu calma.

 

 

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